ANTIGUO SEÑORÍO DE ESTERIBAR
Texto y fotos: Fernando Hualde
Nos damos hoy un paseo por esta pequeña localidad del valle de
Esteribar que transmite paz por sus cuatro puntos cardinales.
Es tiempo, en verano, de hacer algunas excursiones
que nos permitan descubrir pequeños rincones de Navarra. Haberlos, haylos, y en
abundancia; se vaya por donde se vaya.
Nos vamos a cercar hoy al valle de Esteribar, y
además a una localidad que está, como quien dice, a cuatro pasos de Pamplona.
Se trata de Ilúrdotz, un pueblo pequeño, como la mayoría de los integran este
valle, pero de un pasado nobiliario esplendoroso, aspecto este que siglos atrás
tenían un gran valor, y que hoy simplemente se traduce en la presencia de casa
de cierto porte, una de ellas con su torre anexa.
En mi caso llegué a él, semanas atrás, en una
mañana soleada. Tenía esa asignatura pendiente; era el único núcleo de
población de Esteribar que me quedaba por conocer. Para empezar hay que
reconocer que esa distancia que le separa de la carretera general le aporta una
tranquilidad que no tiene precio, y lo sitúa en un paraje de ensueño.
Hornos de pan
Uno de los termómetros para medir la vida y el
futuro de los pueblos, sin que sea un factor del todo determinante, es la
existencia de obras, de reformas; y a la entrada del pueblo, en el lado
izquierdo, es lo primero que vi. Por lo demás podría decir que el comité de
recepción lo formaron las gallinas, pocas, de casa Martillerena; son gallinas
ponedoras que habitan la antigua pocilga de esta casa, ubicada exactamente
debajo del viejo horno de pan, del que llega a vislumbrarse la cima de su
casquete semiesférico desde la carretera, en una especie de cubierto a la
altura del primer piso, al final de un balcón corrido.
El susodicho horno parece que está en muy buen
estado, y además fue en Navarra uno de esos hornos de pan que recuperó su
actividad hace unas décadas, en los años setenta, con motivo de la huelga de
panaderos.
Subsiste otro horno en otra casa de esta
localidad, un horno de los denominados aéreos, es decir, que la cámara de
cocción queda fuera de la casa, apoyada además sobre cuatro vigas perrotes y dos columnas de madera; era
esta, en aquellos tiempos, una medida de seguridad para preservar la integridad
de la casa, de tal forma que si el horno se incendiaba bastaba con derribar las
columnas de madera sobre las que se apoyaba para hacerlo caer, evitando así que
el fuego pasase al resto de la casa. En mi opinión este tipo de elementos
arquitectónicos debieran de estar catalogados y protegidos. Y en este caso,
visto al menos desde el exterior, es un horno perfecto, que conserva íntegra su
estructura. En el interior de estas casas no es difícil imaginar, en otro
tiempo, el cuarto de la amasandería, con su artesa, su mesa, sus sacos de
harina, su armario para guardar los panes, y las palas correspondientes para
meter y sacar los panes del horno.
Por cierto, al margen de los dos hornos
mencionados, claramente visibles, me hablaron de al menos la existencia de un
tercer horno, en el piso superior de la casa de la Abadía. Desconozco si
existirá alguno más, aunque intuyo que hace un siglo, por ejemplo, habría
habido uno en cada casa.
Paseo por el pueblo
Fue en la casa Martillerena en donde aprendí, de
la señora que atendía las gallinas, a averiguar en qué momento la gallina había
puesto el huevo. Le bastó a aquella señora escuchar el cacareo de aquella
gallina negra acomodada junto a la puerta de la antigua pocilga para entender
que ya había puesto el huevo. “Mientras
los ponen no cantan, y en cuanto cantan es que ya han hecho la puesta”, me
dijo.
Continuando el paseo por el pueblo voy
descubriendo otros pequeños detalles arquitectónicos, como esa dovela de una
portalada que viene a informarnos que fue tallada en 1780; otro dintel exhibe
una inscripción, ya de difícil lectura, fechado en 1802; o esta otra ventana de
gran sabor arquitectónica, con gato blanquinegro asomado, rematada en su
exterior con una antena parabólica, en donde en menos de un metro cuadrado se
nos presentan dos mundos totalmente diferentes, alejados y opuestos.
En otra casa, en lo que pudo ser su patio,
subsiste un antiguo carro de barrotes encarnados, y algo más de media docena de
ruedas de carro, todavía con los bujes en buen estado, a las que acompañan un
par de fregaderas de piedra rectangular.
Apenas un par, o tres de picaportes en todo el
pueblo. Uno de ellos es la tradicional mano con bola; en este caso en una mano
derecha, con anillo y bocamanga, enmarcada en el hueco de una cerradura. Frente
a la puerta de la iglesia vemos otro atípico picaporte, en el que un bocallaves
y una hermosa llave, han sido reutilizados para cumplir con la función de
aldaba, estratégicamente situados bajo la tradicional placa del “bendeciré” con
la imagen del Sagrado Corazón de Jesús; su texto, literalmente dice: “Bendeciré las casas en que la imagen de mi
corazón sea expuesta y honrada. Las personas que propaguen esta devoción
tendrán escrito su nombre en mi corazón y jamás será borrado de él”. Y por
último está el picaporte de casa Martillerena, sencillo en su hechura, con
adornos incisos a base de punteado, y que sin duda alguna es el más antiguo de
los tres picaportes que en esta localidad sobreviven.
Y por último, al cobijo de la iglesia de Nuestra
Señora del Rosario, está el cementerio; en este camposanto todavía, pegadas a
la pared del templo, se alzan dos estelas funerarias, lisa una de ellas, y con
una discreta cruz tallada la otra. En una vieja cruz de forja, de 131 años de
antigüedad, sobrevive la placa de homenaje a un antiguo párroco allí enterrado:
“Aquí yacen los restos mortales de Dn.
José María Esquisabel. Falleció el día 30 de julio de 1881, a los 45 años de edad
y 18 de párroco propio, que sirvió a los pueblos de Ylurdoz y Belzunegui. Sus
hermanos le dedican este recuerdo. R.Y.P.”. Quede aquí constancia de ello
por si algún día esta cruz y esta placa se perdiesen.
Un poco de historia
Bastaría con colocarse delante de un viejo caserón
palaciego, con torre y palomeras, para recordar que Ilúrdotz aparece ya
documentado que en los primeros años del siglo XIV; por aquél entonces Santa
María de Roncesvalles disfrutaba de rentas en el lugar, sabiéndose que adquirió
por esas fechas (1322) algunas propiedades que hasta entonces habían
correspondido a un tal Gonzalo Ruiz de Olleta. Precisamente ese caserón fue en
su día un palacio de cabo de armería, así al menos figura en la relación que se
remitió a Madrid en 1723 por parte de la Cámara de Comptos; esta misma relación
es la que nos permite conocer que el propietario de este palacio, y de varios
más, era Manuel de Bayona, aunque usaban sus armas los Sagaseta de Ilúrdoz, una
familia amplia, prolífica, que en tiempos recientes han destacado algunos de
sus miembros por la importantísima labor social desarrollada en el tercer
mundo.
Otro detalle curioso es que sus vecinos
disfrutaban a finales de la Edad Media el término del desolado de Idoquieta, un
antiguo núcleo de población que existió dentro del actual término municipal de
Ilúrdotz, y del que contamos con escasas referencias documentales.
Hasta las reformas municipales de 1835-1845
gobernaban el lugar de Ilúrdotz el diputado del valle de Esteribar y el regidor
del pueblo que, según marcaba la tradición, se designaba por turno entre las
casas (14 útiles y 2 arruinadas, en aquel momento). En 1847, según indica la
Gran Enciclopedia Navarra, tenía escuela dotada con 50 robos de trigo, y no
tenía sino un solo camino, de herradura y en mal estado, que conducía a
Zuriáin. A comienzos del siglo XX existía una fundación piadosa para mejorar la
situación del maestro.
En cualquier caso, lo mejor de todo es acercarse a
este lugar, sin prisa, deleitándose en todos y cada uno de los detalles que a
la vista están. Hay que saber intuir, dejar volar la imaginación, y saber ver
lo que hoy no se puede ver con los ojos. Con la particularidad y la ventaja, de
que lo que hoy ven los ojos sigue siendo bonito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario