ERRONDO
LA TORRE DE UNCITI
Texto: Fernando Hualde
Una alta y recia pared, ruinosa y solitaria, nos recuerda en el término de Unciti que allí existió el término de Errondo, con su torre defensiva, sus casas, su molino, y su iglesia románica.
Hace unas cuantas décadas, concretamente durante la segunda década del siglo XX, Arturo Campión nos obsequió con una novela, o un relato novelado integrado en sus “Narraciones baskas”, que todavía hoy nos invita a reflexionar. Su título era “El último tamborilero de Erraondo”, y vio la luz en 1917.
Contaba Campión la historia de Pedro Fermín, hijo del txuntxunero Martín Izko, de quien heredó su flauta y su afición a la música. Vivía nuestro protagonista muy cerca de Pamplona, en una pequeña localidad del valle de Unciti de la que hoy poco queda; su nombre: Errondo.
Un buen día Pedro Fermín emigró a América, igual que hacían tantos y tantos paisanos suyos en aquellos años, solo que su viaje estaba motivado por el hecho de que quería evitar a toda costa servir a Carlos V, y tampoco a María Cristina. El caso es que allá estuvo de pastor durante medio siglo, conviviendo con gentes euskaldunes, como él. Después de cinco largas décadas Pedro Fermín, en el ocaso de su vida, volvió a su tierra; su sorpresa fue que ya nadie le conocía, que el vascuence ya no lo hablaban, y que el txistu a aquellos lugareños les sonaba como algo advenedizo.
Sucedía esto en Errondo (o Erraondo, Raondo, Rondo…). Hoy es el día en el que en esa localidad no se habla el vascuence ni tampoco el castellano, en el que ya a nadie le parece que el txistu pueda ser advenedizo; hoy es el día… en el que ya nadie habita en aquél paraje, ni quedan rastros de sus casas, ni de su iglesia, ni de su molino; tan sólo una recia pared de piedra es el único vestigio de lo que un día fue.
Oficialmente aparece deshabitado desde el siglo XV, pero se sabe que en siglos posteriores la presencia humana ha sido intermitente.
Redondo
A día de hoy el paraje de Errondo está integrado en el término municipal de Unciti, en el valle del mismo nombre. Pero siglos atrás Errondo tenía su propio término, caprichosamente redondo, como si estuviese hecho con un compás.
Tal día como hoy quien se acerque hasta allí lo único que va a encontrar es un impresionante lienzo de pared, único vestigio de la que antaño fuese la torre defensiva de este viejo señorío. Doy por hecho que todos los edificios que allí pudo haber se construyeron al amparo de esta torre, que habría sido el primer elemento arquitectónico de este enclave, y el que habría dado nombre al paraje; a falta de la opinión de algún entendido me permito apuntar la hipótesis que el nombre de Errondo puede derivar de “dorre ondoa” (junto a la torre); menos fiable me parece, aunque también entra dentro de lo posible, que derivase de “errota ondoa” en el año 1923, viene a demostrarnos que en todo este tiempo la fortaleza ha perdido una de las dos paredes que parcialmente conservaba, lo cual nos da una idea del proceso de deterioro que viene padeciendo, y nos permite augurar –sin pecar de catastrofistas- que en tan sólo unas décadas puede quedar todo reducido a un montón de piedras, eso sí, a un montón enorme.
Aprovecho estas líneas para sugerir que a estos restos se les aplique un tratamiento de consolidación para evitar que en unas décadas ya no existan. Se muy bien que una intervención de este tipo reporta escasos votos, y que las arcas administrativas seguramente que tienen otras prioridades. Pero lo único claro, cierto, y palpable es que en pleno siglo XXI los vestigios de nuestra historia están desapareciendo ante nuestros ojos en medio de un silencio sepulcral y, lo que es peor, en medio de la indiferencia más absoluta. Y la torre de Errondo es una muestra más de esto que digo.
Ya desapareció hace más de un siglo, en este mismo lugar, el hermoso tímpano de la vieja iglesia románica de Santa María –también llamada Capilla de Ntra. Sra.-, localizado posteriormente en Nueva York, como tantas y tantas piezas de la arquitectura románica del Pirineo. Un tímpano en el que se veía a los cuatro evangelistas impartiendo las enseñanzas de Cristo, y al que los expertos relacionan con la obra del llamado “maestro de Cavestany”, que en el siglo XII dejó su artística obra en la franja pirenaica.
Algunos capiteles de esta misma iglesia fueron entresacados de las ruinas y recogidos por el padre Escalada, jesuita, que los trasladó al Museo del Castillo de Javier.
Desapareció también un dintel procedente de esta iglesia de Errondo, que del templo pasó al molino, y de allí quien sabe a donde; al menos de esta última pieza se conserva al menos una fotografía sacada en 1923 cuando decoraba una pared del molino. Se trataba de un dintel rectangular con un crismón en el centro, tallado sobre la figura de un cordero; este crismón, dentro de un círculo, es sostenido en sus flancos por sendos ángeles, mientras otros dos se acercan a los primeros.
Son restos de una iglesia, o capilla, que en el siglo XV cobraba un diezmo de dos cahizes anuales de trigo, y en la que el abad de Unciti tenía a su cargo mantener media capellanía.
¿Y qué no decir del desaparecido molino?. Fray Fernando de Mendoza en un artículo publicado en 1924 en la revista “Verdad y Caridad” lo definía como un “molinito de juguete, de belén, con puerta chiquita, cauce de escape de aguas en arco redondo baquetonado y su cubierta de bóveda y tierra. Dentro la piedra de moler, que casi llena la celda”. Este mismo fraile ya nos decía en aquél año que el molino hacía ya tiempo que no funcionaba, “¡cuánto ha rodado en otro tiempo esta piedra!, ahora ni rueda ni canta. Pero el agua sigue deslizándose ociosa y alegre, indiferente a lo que le sale al paso, día y noche corriendo a su ignorado destino”.
Piedras con historia
Hoy ya no queda el tímpano, ni el dintel, ni el molino, ni casa alguna; tan sólo, como testimonio de lo que allí hubo queda parcialmente una de las cuatro recias paredes que configuraban la torre. Y queda el topónimo, y también el nombre del barranco cuya agua hoy, como antaño, sigue recorriendo el lugar.
Al contemplar una pared de ese grosor y de esa envergadura a nadie le puede caber la duda de que detrás de esas piedras hay una historia, una historia rica, una historia que nos remonta al siglo XI. Es en el año 1037 cuando encontramos la primera referencia documental de este lugar.
Casi tres siglos después, en 1317, los viejos legajos nos hablan de que Errondo aparece entre los bienes confiscados a García Almoravid después de la guerra de la Navarrería. Se le confiscaron bienes en Errondo (viñas, huerto, manzanedo, monte y prado), en Góngora, Eicega, Aquirrian, Zuazu, Arteiz, Zoroquiain, Elcarte, Andosilla, lerín y Viana.
En 1361 el rey Carlos II donó a Rodrigo de Úriz “las casas de Raondo y de San Constantín, con todas sus pertenencias, en atención a sus buenos servicios”; esos buenos servicios no eran otra cosa que el agradecimiento del monarca navarro a Rodrigo de Úriz por las 300 libras que este le prestó para financiar las partidas de Francia y de Normandía, que le fueron abonadas en 1363 por García Miguel de Elcarte, tesorero del reino. Rodrigo de Úriz era en este tiempo señor de Raondo (o Erraondo) y de Úcar; en 1370 lo vemos intercediendo ante el comisario de las ayudas de la merindad de Sangüesa para que exima a Lizarraga y a Idoate de pagar determinados impuestos que estaban obligados a pagar.
Era en el año 1383 cuando la propiedad de Errondo revierte de nuevo a la Corona, asignándose en ese año a Leonel, el hijo de Carlos II, y hermano bastardo de Carlos III. Mantuvieron estos la propiedad del lugar hasta su enfrentamiento con el príncipe Carlos de Viana, que en 1455 volvió a confiscar estas propiedades para entregarlas seguidamente a su vicecanciller y caballerizo Carlos de Cortes. En ese tiempo aparecía ya Errondo como un despoblado.
En 1544 vemos al fiscal Pedro de Navarra, marqués de Cortes, y al guarda Pedro de Unciti, pleitear contra Juan de Otano, vecino de Unciti, que acabó en prisión este último por talar árboles en Errondo –que eran propiedad del marqués- y por agredir al guarda. Unas décadas después, en 1567, Pedro de Rada, en nombre y como procurador de Martín de Córdoba, virrey del reino, y su mujer Jerónima Navarra, marqueses de Cortes, firmaron una escritura de censo perpetuo en la que concedían al lugar de Unciti el término redondo de Errondo por 40 robos de trigo anuales, escritura esta que fue recurrida en 1593 por Diego Fernández Jiménez, gobernador del Marqués de Cortes, que pretendía que los 40 robos anuales se convirtiesen en 150.
Esta es la historia del lugar plasmada en cuatro pinceladas para evitar entrar en detalles que pueden aburrir al lector, pero que quien lo desee puede acceder a ellos hurgando en el Archivo General de Navarra; esta es la historia que ha vivido esa pared de la torre que, altaneramente, desafiando a la ley de la gravedad, todavía sigue en pie. Estamos ante una torre que en el siglo XIV tenía sus “gentes de armas”, ante una torre que sin duda formaba parte de esa línea defensiva que se comunicaba visualmente y que recorría todo el valle de Izagaondoa, Unciti, y Aranguren, hasta llegar a Pamplona; Irulegui, Leguín, Mendinueta…, y la propia torre de Errondo, son restos de todo aquello.
Soy consciente de que es poco probable –y espero equivocarme- de que llegue el día en el que alguien tome la decisión y la iniciativa de proteger estos restos; no hablo de reconstruir la torre, sino de consolidar lo que queda. Pero, desde esta tribuna pública comprometida con el patrimonio navarro, quisiera al menos dejar “consolidada” la historia que estos restos nos evocan. Mientras tanto las piedras siguen cayendo.
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