13 DE FEBRERO DE 2011

CONSERVACIÓN DE LOS ALIMENTOS
¿CÓMO SE LAS APAÑABAN NUESTROS ANTEPASADOS?

Texto y foto: Fernando Hualde



Conservar los alimentos en aquellos tiempos en los que no había frigoríficos ni congeladores requería un arte, el que tuvieron nuestros antepasados, que hoy tratamos de desvelar en alguno de sus aspectos.

Estamos en pleno mes de febrero. En otros tiempos, y hablo de unas cuantas décadas hacia atrás, esta época del año era empleada en las casas de muchos pueblos de Navarra para llenar las despensas. Entiéndase que hablo de épocas y lugares en las que la luz eléctrica brillaba por su ausencia, el frigorífico no existía, y las latas de conserva estaban todavía por inventar.
A partir de noviembre, hasta febrero, se mataba el cerdo, y de él se aprovechaba todo. Y se cazaba, y se pescaba, y a los productos de la huerta había que hacerles durar, y la leche en excedencia había que conservarla de alguna manera.
Hoy los tiempos son muy diferentes. Cuando hace falta comida basta con ir a comprarla; en según que lugares hay niños que se creen que la leche proviene del tetrabrik, o que la vaina de la alubia es un bote de cristal con una etiqueta más o menos atractiva, o que los espárragos crecen en las latas. Que de todo hay en la viña del Señor.
Bien, pues hoy, aunque solo sea de una manera muy general, vamos a acercarnos a todo aquél mundo que vivieron nuestros antepasados. Cada uno de nosotros, en función de la edad que tenga, habrá conocido que sus padres, o sus abuelos, tenían un arte especial para conservar los alimentos, para hacerlos durar consiguiendo así que no faltasen en las épocas de escasez.


Alubias y queso

Personalmente he conocido en la cocina de casa, en el pueblo, aquellos ratos en los que todos, en torno a la mesa de la cocina, nos dedicábamos a ensartar con hilo las alubias verdes que previamente habían sido escaldadas, de tal manera que después se llenaban los techos de la cocina, de la despensa, o el del sabayao, de hilos blancos repletos de vainas verdes de alubia que iban de arnaia a arnaia (de viga a viga, para que nos entendamos), y cómo aquellas vainas se iban secando, ennegreciendo y arrugando. Esas alubias de hilo eran el mejor manjar que había, sobre todo las que se habían secado en la cocina, que se habían ahumado bien; hasta el punto de que era una comida poco menos que obligada en las fiestas solemnes, especialmente a la hora de celebrar la Navidad.
Otra cosa curiosa. Hoy la leche la compramos en cajas, y estas tienen una fecha de caducidad. Piénsese ahora en aquellas casas ganaderas, propietarias de cientos o de miles de ovejas; y quien dice ovejas, dice cabras, o vacas. Cada día se sacaban decenas de litros de leche a la hora de ordeñar, y esa leche, al no haberse inventado todavía el tetrabrik, era muy vulnerable y fácilmente maleable. Y, desde luego, por muy numerosas que fuesen las familias, podías llegar a consumir 3 ó 4 litros de leche cada día, pero… ¿qué hacer con el resto de la leche?. El concepto de tirar no existía. Pues bien: el queso, la cuajada, el requesón… no eran sino formas tradicionales de conservar la leche.


Pozos de nieve

            En Navarra, y centrándonos en esa necesidad de conservar los alimentos, han llegado hasta nuestros días varias decenas de neveras de la época medieval, varias de ellas perfectamente conservadas o debidamente restauradas; las más famosas serán seguramente el huevo del Castillo de Olite, o neveras como la de Burgui, o como la de La Vizcaya, en Aibar. En ellas se almacenaba la nieve, que el resto del año se empleaba con fines curativos, para hacer refrescos, y muy especialmente para conservar alimentos.          
En el Pirineo navarro, en torno a las bordas era una práctica muy habitual, que la hemos conocido al menos hasta finales del siglo XX, excavar “pozos de nieve”, o pequeñas neveras; se trataba de un agujero rectangular, de aproximadamente 100 x 60 centímetros, y de 100 centímetros de profundidad, en donde a base de capas de paja y de nieve, se conservaban todo el año los alimentos. Este pozo se cubría con una tabla, y sobre esta se echaba hierba y se ponía algún elemento pesado, lo que hacía que pasase bastante desapercibida y que los animales no pudiesen acceder.

            En los pueblos sucedía algo similar en aquellas épocas en las que la luz eléctrica y los frigoríficos estaban por inventar. Hasta los primeros años del siglo XX era bastante habitual la existencia de pequeños pozos de nieve en los terrenos anexos a la casa.
            Otro ejemplo lo encontramos en los pastores que pasaban el verano en el puerto y en los pastos de montaña; ellos mismos se preocupaban de cazar, de despellejar las piezas de caza, de salarlas, y de conservarlas en agujeros naturales en los que la presencia de la nieve, en la parte oriental del Pirineo navarro, estaba garantizada incluso en la época estival.


En tinajas

            Pero había también otras técnicas de conservar los alimentos, unas técnicas que se vivían de puertas adentro; y es aquí donde entra en escena y cobra un protagonismo muy especial la alfarería, las vasijas y recipientes de arcilla cocida y vidriada. Estamos hablando de técnicas en las que la congelación era sustituida por el ahumado, por técnicas de salazón y salmuera, por el escabeche, por la manteca, o por el aceite. Y aquí cada alimento requería un sistema específico y una técnica que aquellas mujeres y aquellos hombres dominaban a la perfección. Es por ello que era muy importante hacerse en la casa con un buen equipamiento de tinajas y recipientes varios que permitiesen conservar determinados alimentos bajo el principio de “guardar cuando hay para cuando no hay”. Sin este equipamiento carecería de sentido la matanza del cerdo, la caza, la recolección de verduras, y todo aquello que en aquella sociedad de supervivencia resultaba imprescindible para afrontar la dureza y la crudeza del invierno. La despensa era, por tanto, el rincón sagrado de la casa; y la alfarería era, a su vez, en la despensa, el elemento común, mayoritario e imprescindible, en el que se apoyaban todas las técnicas de conservación.

            Aquellos antepasados nuestros, sin haber ido a la Universidad, y en muchísimos casos ni a la escuela, sabían de sobra que si a un vegetal, o a un trozo de carne o de pescado lo secas al sol, el agua que hay en su interior se evapora, y en consecuencia los microorganismos que los contaminan no pueden crecer.
            Sabían, igualmente, que una vez desprovistos de agua (secos), si los cubrías de sal, esa materia se deshidrataba, y allí seguía sin poder crecer germen alguno. Con la salvedad de que la sal, además, servía para conservar e incluso para reforzar el sabor.
            En determinados productos conservados con sal, o con salmuera (soluciones concentradas de sal) dentro de las tinajas, en la fase previa a su consumo, se le añadía un poco de pimentón, o de canela, o alguna otra semilla de otras especias.

            Sabían también nuestros antepasados que una vez que habían conseguido conservar los alimentos más allá de la época invernal gracias a esa labor previa de secarlos y de deshidratarlos, era necesario antes de su consumo volver a hidratarlos y darles una textura que los convirtiese en comestibles. Y aquí las tinajas seguían siendo fundamentales.
            Esos alimentos se metían en esas viejas vasijas, sumergidos ahora en aceite de oliva, o en escabeche, sirviendo esto para rehidratarlos y para emblandecerlos. Esto permitía, además, reutilizar posteriormente ese aceite, que después de haber pasado por ese proceso, era un aceite aromatizado.

            Era el escabeche una de las conservas que, elaborada con aceite de oliva, mantenía los alimentos durante más tiempo. Este método de conservación tradicional no es solo para el pescado, como puede llegar a creerse; se empleaba también para escabechar piezas de caza menor o incluso de caza mayor, como podía ser la carne del jabalí.
Este sistema consiste en introducir las piezas a conservar en un preparado elaborado a base de sal, especias, vinagre y aceite; si bien, la fórmula más extendida a la hora de hacer un buen escabeche era mezclando aceite de oliva, sal, azúcar, laurel, pimienta en grano y unos dientes de ajo. Primeramente se doraban un poco los ajos en dos partes de aceite de oliva con una parte de vinagre o vino blanco. Una vez dorados los ajos se añadían las demás especias que se quisieran utilizar, como algunas verduras, pimentón, etc., dependiendo muchas veces de lo que se quisiera conservar. Dejamos después que todo se cocine lentamente y se ablande; a continuación añadimos el vinagre o el vino blanco, o ambos ingredientes.
Llegados a este punto pueden seleccionarse hasta dos clases de escabechado diferentes; una se realiza cociendo la carne o el pescado sumergidos en este escabeche de aceite de oliva durante 20 minutos, y la segunda variante se realiza en frío incorporando el escabeche a las piezas de carne o pescado.

            Y no nos olvidemos tampoco de los grandes botellones de cristal en los que, bajo una técnica similar a lo que hoy conocemos como el “baño María” se guardaban en su interior alimentos cocinados; esos botellones, una vez llenos, se tapaban con corchos encerados. Esta técnica de conservación, antesala de lo que hoy día son las latas de conserva, fue probablemente lo único bueno que nos dejaron las tropas francesas de Napoleón en aquellos fatídicos años del principios del XIX.

            En definitiva, todo un arte, transmitido de una generación a otra durante siglos, y que hoy tan solo sobrevive en el recuerdo de quienes han llegado a conocerlo. Se cortó ya la cadena de la transmisión, y en ello mucho tuvo que ver la llegada a nuestros pueblos de la luz eléctrica. Quedan aquí expuestas, para la posteridad, unas técnicas de supervivencia; sirvan para valorar el mérito de nuestros abuelos y de quienes les precedieron.

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