LAREQUI
MEMORIA DE UN PUEBLO QUE TUVO VIDA
Texto: Fernando Hualde
En el valle de Urraul Alto encontramos la localidad de Larequi, deshabitada, cuyas casas e iglesia nos permite hurgar en la vida que allí hubo hasta hace unos años.
Hace unos días me llamaron por teléfono, hecho este que desde luego no es novedoso; pero lo que sí se salía de lo normal es que quien llamaba era la Televisión Alemana, y además para explicar que estaban interesados en hacer un programa de televisión sobre los despoblados de la merindad de Sangüesa y los de la Alta Zaragoza. Y es allí donde uno empieza a descubrir que la existencia de pueblos despoblados no es algo muy común en Europa, y que una concentración de localidades abandonadas como la que aquí se da llama la atención en otros lugares, mientras que aquí, acostumbrados a vivir con esa realidad demográfica, no nos afecta en absoluto.
Sin embargo, independientemente de lo que nos afecte o de lo que llame la atención en otros lugares, nunca dejará de ser dramático que una localidad que durante siglos y siglos ha estado habitada acabe apagándose para siempre, cayendo sus casas, su iglesia, sus corrales, su cementerio…, hasta convertirse todo en un esqueleto pétreo y fantasmagórico.
Y, ciertamente, subsisten en Navarra, particularmente en la merindad de Sangüesa, decenas de localidades que a lo largo del siglo XX han quedado vacías; que han vivido en algún momento ese duro día en el que el último habitante, o la última familia, cierra con llave una puerta para nunca más abrirla, dejando atrás casas y calles, templo y caminos, a los que ellos dieron vida, y antes que ellos numerosas generaciones que les precedieron. Y a partir de ese momento…, silencio y soledad, maleza y ruina, nostalgia, y finalmente olvido.
Esto, precisamente, es lo que debió de pasar en casa Isquerrena, en la localidad de Larequi (Urraul Alto). Ellos fueron los últimos en resistir allí. Desconozco las circunstancias de su marcha; tal vez los cantos de sirena de la ciudad, tal vez alguna enfermedad, tal vez el aserradero de Ecay, tal vez…, ¡qué más da!. Lo cierto es que Larequi, tantos siglos habitado, quedó definitivamente vacío. Y allí que marché.
Camino de Larequi
Una vez enfilada la carretera local que te introduce de lleno en el valle de Urraul Alto, hay que enfilar nuevamente otra pequeña carretera, en el lado izquierdo, que viene anunciada con el letrero indicador de Ozcoidi. Por ella me metí.
En Ozcoidi, como siempre, me reciben los perros de la casa Txandía, bastante alborotadores ellos. No son muchos los perros, pero menos son los vecinos. Las casas de la derecha, Txandía y Adoñano, son las habitadas; mientras que las de la izquierda, mucho más austeras, se presentan a la vista vacías y abandonadas. Han perdido hasta el nombre, y como un servidor no quiere que esto suceda, pues sépase que cuando tuvieron vida se llamaban casa de Basilio, casa de la Lina, y casa del Pastor; pero de esto hace ya muchos años. Todavía la gente mayor del valle recuerda el caso de la Usotxa, una mujer de Imirizaldu a la que tenían por bruja; allí le hicieron la vida imposible, hasta el extremo de que ella y su marido tuvieron que marcharse trasladándose a vivir a Ozcoidi, a la casa del Pastor, que entonces, como hoy, pertenecía a los de casa Adoñena.
Continuo la carretera, que atraviesa Ozcoidi entre casa Txandía y la iglesia de San Pedro. Atrás quedan los perros, escarbando huesos; desconocen ellos que son los del antiguo camposanto.
La carretera es francamente mala; muchas curvas y mal piso, con un barranco a la derecha que te invita a ser prudente. Tufarreros a ambos lados. Una abubilla alza su vuelo sorprendida ante la llegada de un vehículo, ¿desde cuando no habría visto uno?. Pero no acaban aquí las sorpresas. Un jabalí de enorme tamaño, que intuyo que podía ser ciego y sordo –es un decir-, cruza temerariamente la carretera a la carrera obligando a parar el coche para evitar un accidente no deseado. Era un jabalí viejo, y me consta que algunas personas de la zona últimamente también se han encontrado con él. Confieso que jamás había visto un jabalí de ese tamaño, ¡y mira que he visto unos cuantos!. El chiste lo encuentro unos metros más adelante, cuando sobre una enorme queleta metálica un letrero advierte del peligro de animales sueltos, seguramente en alusión a las vacas, aunque vale también para el jabalí y demás fauna salvaje.
Paso por el puente que permite salvar el ahora inexistente cauce del Chastoya. A partir de ese momento entiendo que paso del término de Ozcoidi al de Larequi, al menos lo que yo tenía por carretera muy mala, llena de gravilla, pasa a ser un camino casi intransitable, lleno de piedras. Afortunadamente las casas de Larequi aparecen pronto a la vista. Y hasta allí que llego. Dejo a la derecha el camino que sube a Sastoya y a Artanga. No puedo evitar pensar que estoy en un paraje recóndito, pero que aquellos dos pueblos que quedan por delante, mugantes con Lónguida, todavía son mucho más recónditos, de hecho, el camino que va ahora de Sastoya a Artanga ha quedado ya cerrado por la maleza. En cualquier caso Sastoya y Artanga hace ya décadas que no tienen vida. Sastoya, también llamado Iribarri Chipi, fue abandonado hacia 1946, y perteneció hasta entonces a la familia salacenca de Bornás. Todavía se les recuerda en Ozcoidi, de cuando bajaban a jugar a la calva; echaban unas partidas, y media vuelta de nuevo, andando hasta Sastoya.
Artanga, a más altura, fue abandonado a la vez que Sastoya, y la verdad es que cuesta creer que allí pudiesen vivir, pero las ruinas de la iglesia de San Pedro y las de otras dos casas son prueba evidente de ello. Dicen de aquellos últimos vecinos que eran buenos cazadores.
Larequi
Larequi seguramente no es un pueblo espectacular. Sin embargo es inevitable un escalofrío al ver sus casas, su iglesia…, todo en silencio, sin vida. Después de siglos y siglos de estar habitado –en el año 1427 ya lo estaba-, al final el demoledor siglo XX pudo con él. Ahondando más en esta impresión de soledad la tarde se presenta plomiza y oscura, como queriendo darle la razón a aquellos últimos vecinos que hace unos años decidieron poner punto final a siglos de vida, para marcharse a Artieda, creo recordar, por aquello de dar una mejor enseñanza a los hijos. Oficialmente consta deshabitado desde el año 1959, pero la realidad es algo diferente; la casa Isquerrena ha estado semihabitada hasta hace bastante poco, pues sus dueños la utilizaban de apoyo en sus faenas agrícolas.
Ante el panorama que hay ante mis ojos me resulta difícil de imaginar, en ese mismo escenario, las nueve casas que oficialmente había en 1847. De las de Ozcoidi he podido inmortalizar en letras de imprenta los nombres de sus casas, pero aquí en Larequi, sin descartar la posibilidad de llegar a encontrar a alguien que me aporte algún dato sobre otras casas que no sean la de Isquerrena, se me antoja que es difícil averiguar su nombre. Únicamente puedo decir que, décadas atrás, hubo en Larequi, además de la familia Redín de la mencionada casa Isquerrena, otra familia en la que el cabeza de familia era pastor, otra en la que él era boyero, y otra más de agricultores. Cuatro familias.
En la calle apenas queda suelo empedrado; todo es barro. Ya nadie acude a saciar su sed a ninguna de las dos fuentes, ni personas ni ganado. Quedan lejos, muy lejos, aquellos inviernos en los que se salía a cazar conejos con hurones. Quedan muy lejos aquellas fiestas patronales de San Bartolomé, el 24 de agosto, con abundante presencia de parientes, de visitantes, y de curas ensotanados, en las que no faltaban una buena comida, una sobremesa con guitarra, y una buena partida de cartas. Quedan muy lejos aquellas interminables tardes de los domingos jugando a la calva; y también aquellas masadas de pan en el horno de la trascocina a la luz del farol, o aquellos quesos de oveja; y los sermones de don Gregorio Cabodevilla; y los viajes en el Irati para llevar a Pamplona algún saco de conejos a la carnicería de San Saturnino; y el recuerdo doloroso de cuando Juan Redín murió en la guerra. Todo queda ya muy lejos.
Vacía y desacralizada está la iglesia, sin sermones, sin oraciones, sin campanas que tañir. Allí predicó don Gregorio, el cuñado del amo; y antes lo hizo don Marcos; y antes otros muchos clérigos que solo Dios sabe, como aquél Miguel de Larequi, que fue nombrado abad en 1567, y al que no le faltaron pleitos con su colega de Artanga. Si esas paredes hablaran, ¡que no dirían!.
Y el día de San Bartolomé ya no hay curas, ni visitantes, ni parientes, ni misas, ni comida, ni cartas, ni guitarra rasgada, ni farol que alumbre, ni horno que cebar. Los conejos son los que han salido ganando, que ahora campan a sus anchas por lo que antes fueron fértiles eras.
Casa Isquerrena
Me detengo delante de casa Isquerrena, cerrada a cal y canto. Oficialmente construida en 1852, aunque esa inscripción de piedra más parece una clave aprovechada de otra casa, o el año de alguna reforma. Más fiable parece la fecha de la puerta: “Francisco Zabalza, a 28 de febrero de 1719”, sobre todo si tenemos en cuenta que esta casa fue palaciega en otro tiempo; basta con ver su planta cuadrada, su patio central, y otros pequeños detalles que así lo evidencian.
Esa puerta verde, esas ventanas, esos muros, esos hornos que se vislumbran, nos retrotraen a los tiempos, décadas atrás, de Felipe Redin Gil (hijo de Javier y de Juana, esta última de Jacoisti), que casó con Felisa Cabodevilla, de Elcoaz. Nos retrotrae a aquellas faenas agrícolas estivales en las que venía gente de Sangüesa a ayudar; nos retrotrae a cuando se trabajaban algunas viñas, las suficientes para darle vida a la bodega de la casa, cargándola comporta a comporta; nos retrotrae a aquella época ganadera en la que casa Isquerrena tenía su propia marca de ganado; nos retrotrae a cuando había chimenea central, con fogón, en la que los cabritos se asaban ensartados en el espedo, y los pucheros y tupines, sobre el trébede, se calentaban al calor de las brasas, mientras el chuquil (tronco de Navidad) comenzaba a arder en la nochebuena. Me imagino a doña Felisa, sentada en una de aquellas sillas bajas, hilando con la rueca su ovillo de lana, a la vez que su hermano Gregorio, don Gregorio, iba pasando las cuentas del rosario o preparando el sermón del domingo. Me imagino a Fermina, la hermana de Felipe, con aquellos ropajes negros, preparando la masa para hacer los cabezones de pan. El propio fuego, las teas, algún candil de aceite, un farol de una vela o de dos velas, serían los útiles empleados en casa Isquerrena para la iluminación; creo no equivocarme si digo que nunca hubo luz, pues los últimos años se sirvieron de un grupo electrógeno.
Me imagino también a toda la familia Redín sentada el 5 de enero en torno a la mesa de la cocina dispuestos a echar el reinau, baraja en mano, dejando en las sillas un sitio para Dios y otro para la Virgen. Y me los imagino el día de Sábado Santo repartiendo el agua bendita entre las aguabenditeras de cada dormitorio, guardando el agua sobrante para las cruces que se ponían en cada campo.
Al final son todo evocaciones delante de la puerta de casa Isquerrena, delante de esa rueda de carro, que habrá rodado por esos caminos lo que nadie sabe. Mueren las casas en Larequi, pero Larequi no morirá mientras viva su memoria, y a ello quiere contribuir este reportaje que aquí acaba.
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