CÁRCAR
AQUELLOS OFICIOS DE ANTES
Texto: Fernando Hualde
Son numerosos los oficios que han desaparecido; es el precio de la industrialización. La localidad de Cárcar ha visto en el último siglo desaparecer a decenas de estos oficios, que hoy rememoramos aquí.
En la merindad de Estella, dentro de lo que se considera la Ribera del Ebro, aunque bañada por las aguas del Ega, está la villa de Cárcar. Hasta ella nos acercamos hoy para hacer un breve repaso a alguno de los oficios que antaño hubo, hasta no hace mucho, y que sin embargo hoy están totalmente extinguidos. De ellos se hacen eco Eduardo Mateo y Juan Antonio Díaz de Rada en el capítulo “Breve historia cotidiana del siglo XX de Cárcar”, integrado en el libro “Cárcar: historia, vocabulario y plantas” que se editó en el año 2002.
Ellos hacen memoria entre otras cosas de la existencia de la tejería. Los pueblos de esa zona, la mayoría de ellos contaba con su propia tejería, que servía para autoabastecerse de tejas y ladrillos para la construcción. En Cárcar esta instalación se mantuvo en activo hasta hace muy pocas décadas, ubicada “donde hoy se trabaja la escayola”. En su parte trasera se explotaba una mina de arcilla, de donde se sacaba toda la materia prima. Mina y tejería fueron obra de un vecino de Andosilla, Manuel Sola Lapuerta, que sobre una extensión de dieciséis mil metros cuadrados puso en marcha en 1948 todo este equipamiento industrial que hasta septiembre de 1982, que es cuando se cerró, dio trabajo a no pocos varones de la localidad.
Nos hablan también de los trujales que ha habido en el pueblo, de los que hay constancia ya en la segunda mitad del siglo XIX; en 1860 se hablaba del trujal, en singular, probablemente el de los Pardo. Sin embargo en el siglo XX hay constancia de la existencia, al menos, de dos trujales; uno de ellos es el de los Pardo, en el Puente Molino, que no llegó a conocer la última guerra. Y el segundo trujal era el de Tarsicio Pagola, que duró hasta los años sesenta en su ubicación de la parte trasera de su casa de la calle Mayor.
Yeserías
Algunos de los viejos oficios de antaño hoy se antojan difíciles de imaginar. Es evidente que los tiempos cambian, ¡y de qué manera!.
Cuando hoy nos acercamos al paraje conocido como la Yesería, y vemos ese agujero en el terreno, cuesta cerrar los ojos e imaginar lo que fue en Cárcar, décadas atrás, aquella industria del yeso como material de construcción. Cárcar ha sido uno de esos lugares en donde se ha llegado a formar, por sedimento y evaporización, esta roca natural. Dicen que la primera cantera de yeso estuvo localizada algo más adelante del monte de San Pedro, “a la izquierda del camino del cementerio, justo antes del último repecho, donde estaba la cueva de la Polonia”, según indican Juan Antonio Díaz de Rada y Eduardo Mateo Gambarte en el libro “Cárcar: historia, vocabulario y plantas” (2002). En aquella primera cantera, en donde todavía se cortaba la piedra, se quemaba en las yeseras y se molía a rulo, dicen estos autores que trabajaba la señora Gila y los hermanos Luis y Félix Calvo; a ellos les sucedieron en el oficio los Piqueros, Santos y Leandro López. Pero en los años cuarenta aquella cantera cerró definitivamente, trasladándose temporalmente a lo que hoy conocemos como la Yesería, en donde no duró mucho.
Atrás quedaba aquél oficio de caras blancas y de manos encallecidas; atrás quedaba también un oficio duro, peligroso, y muy mal pagado. Dejaron de perforar la cantera, igual que dejaron de manejar las mazas para trocear las grandes rocas, o dejaron de quemar las piedras en aquellos hornos similares a las caleras. La otra cara de la moneda de este oficio, puestos a buscarla, era sobre todo la contribución al desarrollo del pueblo y de otros pueblos del entorno. Incluso, buscando detalles más simples, no faltaban quienes acudían a las yeserías para solucionar sus problemas respiratorios, más de un médico enviaba allí a sus pacientes para que respirasen el humo del horno de yeso.
La mina de oro
Otra anécdota curiosa, y que podría llegar a vincularse al amplio mundo de los oficios, nos viene de la mano de un personaje la mar de curioso, del que tan sólo sabemos que se llamaba Bartolo.
Aquél hombre trabajó durante mucho tiempo en su propia mina, conocida popularmente como “la mina de Bartolo”. Supuestamente se trataba de una mina de oro, en donde él excavaba y excavaba sin encontrar nunca nada, aunque él decía encontrar de vez en cuando algo de oro. Las malas lenguas dicen que esta era su forma de justificar lo obtenido a través de pequeños hurtos, pero, sea lo que sea, lo cierto es que es que a unos cien metros del puente de hierro, hacia arriba del cauce, hace ya más de cien años hubo allí un señor que excavó allí su propia mina.
Tampoco faltaron molinos harineros; uno de ellos, el que está en el término del Molino de la Recueja, contó con central eléctrica; y del otro, en el Puente Molino, todavía puede verse, uno metros más abajo de las paladeras, el pequeño salto.
A principios del siglo XX Pedro Pardo Ordóñez se dedicaba a la elaboración de cera. No hay que olvidar que en el término de Cárcar hubo tres abejeras, “una en la cima sur de la Peña San Martín (la de Pavía), otra junto a la ermita de Gracia (la de Atanasio Yoldi), y una tercera por encima de la Tejería, a unos 50 metros a la izquierda, además de otras muchas desperdigadas por los valles de aquí”.
La viuda de Eustaquio Lezáun mantuvo vivo el oficio de chocolatero; mientras que el primer zapatero del pueblo fue Florentino Lorente, “allá por el 1917”, al que después daría continuación, hasta 1978, Eduardo Lorente.
José Roldán mangado tuvo, hasta la guerra, un taller de telas de cáñamo y lino, situado en la calle Hospital. Mientras que la carpintería del pueblo la inició Julio Taulés en El Portal.
Y podríamos seguir hablando de la herrería de Jacinto el Herrero, y de la carretería que Pedro Roldán abrió en 1925, y de la guarnicionería de Crescencio Lezáun, y de los esquiladores, y de los sogueros, picapedreros, sastres, afiladores, marrancheros, cabreros, quincalleros… y otros muchos oficios que hoy, en Cárcar y en otros muchos sitios, son ya historia. Pero lo mejor es acudir a este libro y a estos textos de Eduardo Mateo y de Juan Antonio Díaz de Rada, escritos con mucho cariño, con profundo conocimiento, y con gran sabor local.
Es de desear que no se pierda la memoria de lo que un día hubo detrás de aquellas manos laboriosas y artistas; y de esto Cárcar sabe mucho, pues no le han faltado artesanos de todo tipo, y personajes curiosos, y siempre gente buena.
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