15 DE MARZO DE 2009

CASTILLOS DE NAVARRA
SÍMBOLOS DE IDENTIDAD

Texto: Fernando Hualde



            Tenemos el año 2012 a la vuelta de la esquina. Estamos a cinco siglos de distancia de una operación militar que acabó con la independencia del Reino de Navarra. De todo aquello son testigos mudos las ruinas y cimientos de aquellos castillos que hoy se erigen como símbolos de identidad.

Allí, en la distancia, a una distancia corta, tenemos el año 2012, en el que se cumplirán cinco siglos de la conquista de Navarra por parte de la Corona de Castilla. Parece que las espadas ya están en alto, las armas dispuestas, las trincheras cavadas…; la independencia frente a la sumisión. No cabe duda de que de cara a esa fecha se impone todo un revisionismo histórico. Nadie debe de escandalizarse ante el hecho de que Navarra fue un estado soberano, libre, independiente, con rey, ejército y moneda. Nadie debe de maquillar la palabra conquista, ni el concepto de invasión militar, pues son dos acepciones que definen a la perfección lo que hubo. Nadie debe de negar que guipuzcoanos y vizcaínos, y también algunos navarros, bajo la bandera de Castilla, nos arrebataron la independencia, y orgullosos se llevaron algunos cañones que pillaron en Belate. Ya sé que algunos hubiesen querido que las tropas castellanas viniesen desde Madrid; ya sé que algunos hubiesen querido que no hubiese dolorosa conquista e imposición militar, sino pactada y voluntariosa anexión a las tropas del Duque de Alba; ya sé que algunos viven felices en esa convivencia de los últimos cinco siglos con España como patria; y ya sé que otros –minoritarios electoralmente-, reniegan de lo que simboliza la bandera rojigualda, y ponen sus esperanzas en la bicrucífera. Mas la historia no se puede cambiar.


Testigos vivos

Pero mientras tanto, mientras todos vamos digiriendo la parte que no nos gusta, queda entre nosotros una realidad, una realidad tangible, de piedra, que libre de interpretaciones nos recuerda que hubo un tiempo en el que Navarra fue un reino, y además de ello fue también un estado soberano, independiente. Hablo de los castillos, que por decenas los hubo en Navarra. Castillos cuyas entradas estuvieron blasonadas por el escudo navarro, cuyas torres estuvieron coronadas por el pendón rojo con barras doradas cruzadas; castillos, en definitiva, que defendieron un reino, el Reino de Navarra. Y en ese empeño murieron muchos navarros.
La mayoría de ellos fueron mucho más sencillos y simples que los castillos que hoy conocemos de Javier, Olite, o Marcilla; eran la mayoría torres defensivas que vigilaban nuestras fronteras, o torres defensivas que establecían entre sí una comunicación visual a modo de correa de transmisión ante cualquier posible eventualidad que afectase a la seguridad e integridad del viejo reino.
Aquellos castillos, bastiones de la fuerza militar que Navarra tuvo, fueron en su mayoría destruidos, o desmochados, por las tropas del Cardenal Cisneros; se sabía que de esa manera, inutilizando castillos y cercos, las posibilidades de reacción de las tropas navarras quedaban reducidas a cero. Pero de ellos quedaron y quedan sus ruinas, quedaron restos testimoniales, quedaron cimientos, incluso sus piedras viven hoy en numerosas edificaciones. Son testigos vivos de un pasado, de una parte muy importante de nuestra historia; son piezas de nuestro rico patrimonio que todavía nos hablan de independencia y soberanía, que todavía nos recuerdan que tuvimos nuestros propios reyes, nuestras propias dinastías; que todavía nos recuerdan que durante siglos Navarra se defendió con su propio ejército. Son vestigios que hablan por sí solos, y que hoy, aun semienterrados u ocultos por la maleza, se erigen como la mejor vacuna ante esa epidemia de amnesia colectiva que venimos padeciendo y que nos está llevando a renegar de algunas parcelas de nuestro patrimonio. Son piedras que claman contra el olvido, que nos están recordando que hubo un día que alguien los destruyó “para que ningún navarro tenga la osadía de levantar cabeza”; esa, y no otra, fue la consigna de quien en 1512 dio la orden de destruir lo que construyeron los nuestros.


Símbolos de identidad

Entiéndase, por tanto, que en esos castillos está no solo nuestra historia, son también símbolos de identidad navarra, son elementos físicos que señalan nuestra territorialidad, son piezas que configuran el espacio social de la soberanía de Navarra. Y son, hoy más que nunca, referencia nítida de nuestra realidad hasta el siglo XVI; y, ¿porqué no decirlo?, también de la realidad posterior y actual, por muy penosa que esta sea.
Los castillos están allí; en algunos casos se nos presentan derruidos casi en su totalidad, con ruinas consolidadas a base de hiedra y maleza; en otros casos sabemos de la existencia de sus cimientos, o como mucho de pequeños lienzos semienterrados de muros; y en otros casos tenemos una idea aproximada de su ubicación gracias a la toponimia, todavía rica en gazteluzarras, murus, muruak, o bormapeas, por poner algunos ejemplos.
Las ruinas que hoy todavía se conservan, para quien todavía lo dude, son la prueba palpable y visible de que aquella incorporación a la corona de Castilla no fue voluntaria precisamente. Se quiso borrar hace cinco siglos cualquier vestigio que evocase lo que un día fue la independencia del Reino de Navarra, y en ello se puso especial empeño. Insisto en que no debemos de cerrar los ojos a aquella realidad, y aunque a algunos no les venga bien, no está de más recordar que en aquella conquista militar, bajo el pendón de Castilla, lucharon no pocos navarros, y muy especialmente guipuzcoanos y vizcaínos.
Es hoy el día, unos y otros, todos, de mirar hacia atrás, de reconocer lo que Navarra llegó a ser, de dejar escupir hacia arriba, de homenajear a quienes lucharon por la libertad y la independencia del reino, de esforzarnos en volver a levantar aquellos castillos. Y cuando hablo de levantar aquellos castillos no hablo de volver a alzar sus muros, aunque sí sus rojas banderas blasonadas; hablo de alzar su memoria, la de sus paredes y la de quienes les defendieron. Cierto es que en algunos casos se impone un trabajo serio, ordenado y controlado, de desenterrar los cimientos, siempre bajo un gran sentido de las responsabilidad, no vaya a ser que en pocos años echemos a perder lo que ha pervivido durante siglos, que ya sé de lo que estoy hablando.
El año 2012 está a la vuelta de la esquina. No se trata de celebrar sino de conmemorar; y si hay algo que celebrar es que ese año, y posteriores, todavía hubo en nuestra tierra un puñado, y bien grande, de hombres libres que defendieron una tierra libre.
Sé muy bien que han pasado cinco siglos de aquello, que desde entonces hemos construido una realidad diferente, pero permítaseme, al menos, pues tengo derecho a ello, que alce en alto la bandera que alzaron aquellos antepasados míos; permítaseme que recuerde que alguien cambió nuestro rumbo a la fuerza invadiendo, asesinando y demoliendo castillos y murallas para “que el reyno pueda estar más sojuzgado y más sujeto, y ninguno en aquel reyno tendrá atrevimiento ni osadía para se revelar”, tal y como claramente expuso el coronel Villalba; permítaseme que denuncie que aquellos invasores no solo quisieron derribar nuestras fortalezas, sino también nuestra conciencia como pueblo. Felicito a Iñaki Sagredo, quijote navarro del siglo XXI, por toda esa labor constante e inagotable que está desarrollando, pueblo a pueblo, castillo a castillo, libro a libro, por levantar exactamente la misma memoria que aquellos conquistadores se apresuraron a derruir.
2012 está aquí; no le han de faltar enfoques políticos a esta fecha; ni le han de faltar acusaciones de culpas, o el consabido “tú más”. 2012 debe de ir acompañado, desde un sentimiento de vergüenza colectiva, por el homenaje y el recuerdo a quienes lucharon por la defensa del Reino de Navarra. Los castillos, sus ruinas y cimientos, son hoy testigos mudos de un tiempo pasado, son hoy gritos silenciosos que claman contra tanta amnesia, son hoy símbolos de identidad cuya memoria, a poca vergüenza que tengamos, nos compromete.

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