SAN MIGUEL DE ARALAR
MITOS Y LEYENDAS
Texto: Fernando Hualde
El mito y la leyenda rodean desde hace siglos a uno de los más importantes hitos de la espiritualidad vasco-navarra. La figura de San Miguel Arcángel, venerada en su santuario de Aralar, envuelve su realidad con un pasado legendario al que hoy nos acercamos.
En poco tiempo han sido varias las personas que me han pedido que dedique un reportaje al santuario de San Miguel de Aralar, un lugar emblemático y especialmente querido por los navarros; y tan abrumadora coincidencia me ha animado a no demorar por más tiempo este reportaje, tanto más ahora que, a una con la primavera, la imagen de San Miguel, a diferencia del resto de imágenes religiosas navarras, sale de su cobijo para recorrer pueblos y ciudades de Navarra recogiendo la devoción, el afecto y el cariño de los vecinos de esta tierra. Evidentemente no se trata de llenar páginas y páginas, sino de esbozar unos apuntes generales que nos permitan conocer un poco la historia, envuelta en un pasado legendario y mítico, que hay detrás de este santuario románico que en su interior acoge la figura mítica de San Miguel, teniendo además en cuenta que en esta misma sección ya hemos llegado a profundizar en la historia del retablo o en la devoción popular a la figura de San Miguel, imagen esta cuyo interior lo que alberga es una reliquia del Lignun crucis. Por tanto, vamos a centrarnos ahora en lo que serían la leyendas y los mitos que durante siglos han adornado la gran devoción que existe en torno al ángel.
Teodosio de Goñi
No es fácil ubicar en el tiempo los orígenes de este templo. Pero lo que sí podemos certificar es que según la tradición el primitivo santuario fue fundado por don Teodosio de Goñi en el año 714; esto nos sitúa en los tiempos del reinado de Witiza.
Dice la leyenda que por esta época vivía en el pueblo de Goñi el caballero navarro don Teodosio, el cual tuvo que ausentarse de su tierra con la hueste visigoda de su mando para combatir a los enemigos. Dice la tradición que, al volver Teodosio de Goñi a su valle, le salió al encuentro un individuo con apariencia de ermitaño, que en la austeridad de su hábito aparentaba ser un enviado del cielo. El supuesto ermitaño detuvo al noble Teodosio, a la vez que le revelaba que su mujer, faltando a la ley del matrimonio y a lo que exigía de ella su propia nobleza, le había ofendido gravemente con un criado.
Se dice que Teodosio, ante tal revelación, quedó aturdido, dando paso en su cabeza a los más extraños pensamientos. Furioso, emprendió de nuevo su marcha hacia Goñi. Una afrenta como esa debía de ser respondida con la venganza.
Al llegar al pueblo se introdujo de noche con disimulo en su casa. Subió cautelosamente a su aposento y, acercándose a la cama en la que se suponía que estaba durmiendo su mujer, notó que eran dos personas las que estaban allí acostadas. Y sin reflexionar un momento, lleno de ira y de furor, desenvainó su espada y con ella dio muerte a las dos personas que allí dormían, saliendo rápidamente de la alcoba y de la casa.
Pero, cual no sería su sorpresa cuando al abandonar la casa se encontró con su mujer, Constanza de Butrón, quien al ver a su marido no sabía cómo expresar el gozo inmenso que sentía al verle después de tan prolongada ausencia. Confuso, le preguntó inmediatamente Teodosio quienes eran las personas que dormían en su habitación, a lo que ella le explicó que una vez que él se fue, ella decidió traer a casa a los padres de él, cediéndoles su propio cuarto, para así poder atenderles mejor, y que esa noche, una vez que ellos habían quedado dormidos, ella se fue a la iglesia a hacer un rato de oración, siendo de allí de donde en ese momento regresaba.
Conoció el desdichado don Teodosio el crimen que había cometido matando a sus propios padres y ofendiendo a su inocente esposa en lo más delicado de su honra, y llamando al párroco de Goñi, a quien la tradición llama Juan de Vergara, de sesenta años de edad, y confesándole su horrendo delito, salió por su orden aquella misma noche con dirección a Pamplona, cuyo obispo, San Marciano, dispuso que Teodosio marchase en peregrinación a Roma a recibir del Sumo Pontífice la absolución de su crimen. La tradición sitúa este episodio en el año 707.
Es fácil suponer que el noble de Goñi haría un viaje largo y penoso. En el año 707 el Papa era el pontífice Juan VII, mientras que en el año 708 era Sisinio quien ocupaba el sillón pontificio; no sabemos quien de los dos habría atendido a nuestro hombre. Lo que sí dice la leyenda es que el Santo Padre escuchó con atención la confesión de Teodosio, y que, en consonancia con la disciplina canónica de aquellos tiempos, le mandó que se ciñera al cuerpo una gruesa cadena de hierro con argollas y que, cargando con una gran cruz de madera, hiciere penitencia en vida solitaria y sin dormir bajo techo hasta que la cadena y las argollas se le desprendieren de la cintura, lo cual sería señal inequívoca de que Dios había perdonado ya su pecado; y dispuso también el pontífice que allá donde se le rompiesen las cadenas a Teodosio, allí levantase él un templo en honor del arcángel San Miguel.
Y es así como el noble don Teodosio de Goñi regresó, poco a poco, con tan pesada penitencia a su tierra navarra, en la que se dice que estuvo durante siete años vagando errante por la sierra de Aralar purgando su culpa y arrastrando sus cadenas.
La tradición nos dice que entre los peñascos del monte de Aralar había una cueva profunda en la cual habitaba un dragón de enorme corpulencia que tenía atemorizados a los moradores de todo el entorno, cuya existencia no era conocida por Teodosio debido a su aislamiento de los hombres. Lo cierto es que un día llegó este noble hasta muy cerca de aquella cueva, y víose de improvisto enfrente del horrendo dragón que, con ojos centelleantes y abierta la ponzoñosa boca, se disponía a hacerle presa de sus garras. A la vista de tan inesperado peligro, sin armas para defenderse, y sin fuerzas para luchar, lleno de fe y confianza, el pobre Teodosio clamó con toda su fuerza: ¡San Miguel me valga!. Se dice que se oyó entonces un terrible trueno, que se rasgó el azul del cielo, que la cumbre de Aralar se llenó de resplandores celestiales, entre los cuales apareció de forma visible la figura del arcángel San Miguel sujetando la cruz sobre su cabeza. El dragón murió al instante, a la vez que cadenas y argollas quedaban rotas.
Agradecido don Teodosio, y cumpliendo así el mandato del Sumo Pontífice, el noble hizo construir un templo en honor al arcángel en el mismo lugar en el que se había producido la celestial aparición. Año 714.
Esta es la leyenda de don Teodosio de Goñi, cimentada probablemente sobre esa otra, recogida en el “Libro de los milagros”, que recoge el relato legendario del noble García Arnaut, a quien se define como penitente solitario, y el del dragón que vivía en una sima de las inmediaciones, y que se alimentaba a base de hombres y de animales.
Arcángel y reliquia
Una cosa que hay que tener clara es que cuando se venera a la imagen que todos conocemos de San Miguel de Aralar, lo que realmente se está venerando es a la reliquia del Lignun crucis, es decir, un fragmento de la cruz en la que Jesucristo fue crucificado. Algo similar nos pasa con la popular imagen de San Fermín, que realmente es un busto relicario, y que el verdadero objeto de devoción son los huesecillos-reliquia que hay en su interior.
En el caso del Lignun crucis de Aralar, esta pieza, junto con una antigua talla en madera del ángel, está recubierta de plata dorada, obra de orfebres del siglo XVI, que mide unos 71 centímetros , incluyendo en ellos la cruz que el Arcángel levanta, y representa de forma simétrica la imagen de San Miguel Arcángel. Este estuche fue rehecho por orden de Juan Lorenzo de Irigoyen, prior de Velate, y autoridad considerable en la catedral de Pamplona, siendo colocado el 23 de abril de 1756. Este acto de colocación se celebró en la sacristía del santuario
Dice la tradición que San Miguel, después de su aparición al señor de Goñi dejó en el lugar su efigie, o que esta fue mandada poner por don Teodosio en memoria del prodigio celestial que permitió su liberación de las cadenas.
Pero detrás de esta tradición lo que si hay es una realidad, y de momento esa realidad lo que nos dice es que la primera referencia que se conoce de esta imagen data del año 1620, siendo ministro del santuario don Miguel de Leiza. Cuentan que entrando una mañana en la iglesia una de las beatas del mismo encontró frente a la capilla del santo a tres hombres de pie, inmóviles y rígidos, con los rostros horriblemente desfigurados, quienes manifestaron que habían entrado allí por la noche con ánimo de robar, pero que no sólo no habían conseguido su objetivo, sino que ni aún habían podido moverse de aquél sitio. Acudió el ministro (hoy le llamaríamos el capellán), ante quienes declararon su delito y pidieron perdón; y habiéndose confesado con el clérigo y recibido de él la absolución, pudieron salir libremente de la iglesia.
Estamos, sin duda, ante episodios reales y documentados, pero que en su transmisión oral, de generación en generación, han estado siempre envueltos de un relato mágico y fantasioso que ha servido para dar fuerza al relato real.
Otra historia curiosa es la sucedida en el santuario el 2 de julio de 1689 (no ha faltado quien demostró que esto sucedió realmente dos años antes). En aquella ocasión Manuel González y Juan de Jáuregui entraron en el santuario entre las once y las doce de la noche de ese día, y valiéndose de algunas herramientas, forzaron las puertas de la capilla, tomaron la sagrada imagen, y huyeron precipitadamente, arrojando la cabeza del ángel a poca distancia del edificio, ya que esta no estaba recubierta de plata. Advertido de este hecho el ministro del santuario, don Esteban de Alegría, dio aviso del hurto a los pueblos del entorno; y habiendo salido varios hombres armados en persecución de los ladrones, lograron prenderlos la tarde del mismo día, a distancia de legua y media del santuario, en dirección a Guipúzcoa.
Así pues, pudo recuperarse la imagen, incluso la declaración de uno de los ladrones permitió también recuperar la cabeza. A los ladrones se les instruyó el consiguiente proceso, que sirvió para condenar al menos a uno de ellos, a Manuel González, a la horca, disponiéndose además que su mano fuese cortada y que se clavase en la pared exterior del santuario. El otro ladrón, y en esto no hay unanimidad, se dice que también fue ahorcado, si bien la base documental apunta hacia la cadena perpetua. Y por ellos se reza cada año en Pamplona, en la Taconera.
He aquí una parte más de la historia de San Miguel de Aralar, in excelsis, cuya devoción está viva y fuerte. Y él así lo comprueba cada primavera. Muy pronto.
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