IMPORTANCIA DE LA CERA EN LOS RITOS FUNERARIOS
Texto: Fernando Hualde
Foto: Joaquín Ahechu
La cera y la
muerte son dos elementos que han estado siempre estrechamente ligados.
Atrás se nos ha quedado, hace dos días, la
festividad de los difuntos; y con ella, su víspera, atrás se han quedado
también esos camposantos repletos de flores, de velas en algunos casos, y de
sepulturas bien mimadas. La muerte, aún hoy, sigue generando todo un mundo de
ritos y de costumbres que, en muchos casos, vienen acompañando al ser humano
desde hace muchos siglos, y que no siempre estos ritos han recibido el visto
bueno de la iglesia, que ocasionalmente los ha tachado de paganos, sin
conseguir con eso eliminarlos ni erradicarlos parcialmente. La fuerza de la
costumbre es más fuerte aún cuando está la muerte por medio.
Navarra nos es que sea un lugar diferente a los
demás en esto, pero, como los demás, tiene sus propias particularidades, sus
propias costumbres, sus propios chascarrillos, si es que se le puede llamar así.
Hay aquí toda una cultura en torno a la muerte, que subsiste en el siglo XXI, y
que por lo general es desconocida fuera del mundo rural. Allí está,
esporádicamente presente en algunos rincones del valle de Baztán, esa curiosa
costumbre, antaño muy extendida, de cubrir con una tela negra los escudos
nobiliarios de piedra existentes en las fachadas cada vez que una persona
fallecía, comunicando así el óbito al resto de los vecinos, y haciendo entender
que era toda la familia la que estaba de luto, la familia actual y quienes les
precedieron. Allí están también esos toques a
muerto de las campanas, amenazando con extinguirse; como extinguidos ya
prácticamente están los recordatorios impresos, o la costumbre de velar el
cadáver en casa mientras se reza el rosario y se atiende a quienes vienen a dar
el pésame. Se sorprendería mucha gente, igualmente, al saber que en algunos
pueblos de Navarra todavía el canto de la ontza
(lechuza) sigue siendo presagio de la visita inminente de la de la guadaña; o
se sorprendería al saber que en no pocos caseríos del norte de Navarra, cuando
una persona fallece, lo primero de todo es ir a las colmenas a comunicar a las
abejas el fallecimiento para que ellas tengan a bien aumentar la producción de
cera; y sí, todavía hoy se hace esto.
Cera y fuesas
Y es que la cera era el denominador común de buena
parte de los rituales que había en Navarra en torno a la muerte. Era la que
permitía aportar luz a los muertos en su camino hacia la otra vida. Un buen
funeral se caracterizaba antes no sólo por el número de sacerdotes, sino
también por el número de velas encendidas que había en torno a la caja. En
algunos pueblos (Isaba, por ejemplo) cuando una persona moría se iba a la tienda,
en este caso concreto a un estanco, y allí se pedía las velas, o un cirio;
antes de entregarlo el dependiente lo que se hacía era pesarlo, de tal manera
que una vez finalizadas las pompas fúnebres se devolvían las velas al
establecimiento, allí se volvían a pesar, y te cobraban en función de la
cantidad de cera que hubieses gastado.
Por otro lado, es de sobra conocido que
antiguamente los enterramientos se hacían en el interior de las iglesias. Fue a
comienzos del siglo XIX cuando, por motivos de salud, las autoridades
dispusieron la creación de cementerios en el exterior de cada localidad, para
así poner fin a la presencia de sepulturas en las iglesias. Esta medida, como
era de esperar, contó con la oposición de las propias parroquias y de sus respectivos
feligreses, fieles desde hacía siglos a la costumbre de enterrar y de venerar a
sus difuntos dentro de la propia iglesia parroquial, o a la sombra de esta,
pues en muchos casos la falta de espacio forzaba ha habilitar un camposanto al
lado del propio edificio parroquial; podríamos decir que por lo general los
menos pudientes eran quienes eran enterrados en el exterior de la iglesia. Lo
cierto es que las autoridades se las vieron y se las desearon para hacer
cumplir la nueva ley, hasta el punto de que pasaron más de veinte años hasta
que desaparecieron todos los cementerios de las iglesias (salvo alguna rebelde
excepción, como Vidángoz, por ejemplo), y fueron trasladados fuera de los
pueblos, a una distancia prudente.
Hasta el siglo XIX esas tumbas, o sepulturas, que
había en las iglesias recibieron el nombre de fuesas. Sobre ellas se colocaban los cestillos funerarios con sus rollos de cera, con la mecha encendida
durante los oficios religiosos. Se entendía que aquella luz ayudaba al difunto
a llegar al cielo, de ahí la importancia de la cera, y en consecuencia de las
velas. Quien más dinero tuviese, más libras de cera podía comprar, y así más
luz podía aportar a sus difuntos garantizando así un feliz tránsito a la otra
vida en ese camino de tinieblas. Es por ello que no era fácil introducir una
ley que obligase a eliminar las sepulturas de las iglesias, pues en los
cementerios no era factible mantener las velas encendidas, algo que, por otro
lado, permitió décadas después introducir la costumbre de las flores. Todavía
hoy subsiste en la cultura gitana la costumbre de colocar cirios y hachones de
cera junto a las tumbas de sus seres queridos.
En cualquier caso, el hecho de retirar del suelo
de las iglesias las sepulturas, hace ya un par de siglos, no fue impedimento
para que las mujeres (era una tarea reservada exclusivamente a ellas)
mantuviesen vivos los ritos que sobre ellas hacían cuando los cuerpos de sus
difuntos realmente yacían bajo esas lápidas de madera, o de piedra. Es así como,
posteriormente, sobre aquellos espacios se colocaban unos cajones de madera,
abiertos por uno de los lados, rematados en su frontal con una cruz, en cuyo
interior se alojaban los cirios, las velas, o los cestillos funerarios.
Aquellos cajones pasaron a denominarse fuesas,
representando así a las desaparecidas tumbas familiares. Y bajo esas fuesas, cuando era el cabo de año, o añal (aniversario), o el día de la festividad de los fieles
difuntos (2 de noviembre), se colocaba una tela negra, o zaleja, del mismo tamaño que ocupaba la tumba.
Entiéndase que esa costumbre de poner luz a los
muertos sobre su tumba venía a plasmar la creencia generalizada de que cuando
una persona moría, no lo hacía del todo, y había que ayudarle a alcanzar el
cielo. De la misma manera que hace siglos hasta el interior de las tumbas se
hacía llegar agua a través de un conducto para que el difunto no pasase sed; o
que en la Edad Media existía la costumbre de comer sobre las tumbas, el refrigerium que se llamaba. No dejan de
ser ritos, todos ellos, de origen pagano, o precristianos, que se apoyan en esa
creencia de que cuando uno muere, no muere del todo, y que en muchos casos este
tipo de ritos han sido aceptados por la Iglesia a regañadientes. En opinión de
algunos teólogos fue necesario crear la figura del purgatorio para adaptarse a
esa convicción pagana de que el difunto no estaba muerto del todo. Es por ello
que en todas estas costumbres que configuran la cultura de la muerte es muy
difícil discernir entre el rito o el conjuro pagano y la oración cristiana,
navegando siempre entre esas dos percepciones.
Oraciones
Hasta bien entrado el siglo XX fue una costumbre
muy extendida en el mundo rural que el día de difuntos, y en determinadas
solemnidades, al finalizar la misa el sacerdote, antes de desvestirse en la
sacristía, se trasladaba a la parte final de la iglesia, por lo general debajo
del coro, pues ese era el espacio reservado para las fuesas, en donde estas lucían en todo su esplendor exhibiendo zalejas, ocasionalmente con bonitos
bordados, y abundantes ceras (velas). En la cabecera de la negra tela se
colocaba el cajón de la fuesa, y a
los pies se ponía el reclinatorio en el que siempre, alguna mujer de la casa
del fallecido, ataviada de riguroso luto y tocada con la correspondiente
mantilla negra, desgranaba, una a una, las avemarías del rosario, así como
plegarias y jaculatorias, cuyo conocimiento había recibido en herencia,
transmitidas de generación en generación.
Cuando llegaba allí el sacerdote este rezaba
individualmente ante cada una de aquellas fuesas;
sus oraciones, y el tiempo de duración de las mismas, estaban en función de la
limosna que aquella casa diese en ese momento. Era obvio que los pobres lo
tenían más difícil para llegar al cielo, pues en las sepulturas de estos,
escaseaban las limosnas y las velas, pues no todos se podían permitir adquirir
una libra de cera. Y cuando hablamos de limosnas no nos quedemos solo en el
concepto de dinero, pues lo mismo podía ser una gallina, un conejo, cordero, u
otras viandas, sabiendo siempre que la ausencia de generosidad iba en perjuicio
del alma del difunto; así al menos lo manifestaba en 1628 el propio abad de
Gaintza.
Obsérvese que en las cofradías religiosas,
cualquier incumplimiento por parte de los cofrades de las obligaciones
estipuladas en sus estatutos, traía consigo una sanción que, por lo general, no
solía ser de dinero, sino que había que pagarla en libras de cera para la luminaria, lo cual ayudaba a
garantizar que a los difuntos de la cofradía nunca les iba a faltar la luz de
los muertos.
En Pamplona, en el siglo XIX, según puede verse en
el libro de cuentas de la parroquia de San Lorenzo de 1823, que era costumbre
poner el día de Todos los Santos, sobre las fuesas,
un capazo de trigo y un hacha de
cera.
Otra cosa que también se ha perdido es la de
llevar el viático a las casas cuando una persona estaba moribunda; salía el
sacerdote de la iglesia portando el viático, recubierto este con su propia capa
pluvial, en silencio total (callaba hasta la música de los bares). Al frente
iba un monaguillo, o el sacristán, llevando un farol, que era diferente a los
demás; en lugar de alojar este farol en su interior una vela encendida, estaba
preparado para llevar un mínimo de tres velas, pues el enfermo empezaba ya a
necesitar abundante luz para el inminente tránsito a la otra vida. Era el
denominado farol de viático.
Todo esto que aquí contamos no dejan de ser
costumbres curiosas, pertenecientes a un mundo y a una cultura que se nos va, y
además a una velocidad vertiginosa. Es por ello que bueno es que queden
recogidas, para que no se pierda la memoria de todos estos rituales, de todas
estas costumbres, creencias y tradiciones. Sirva este reportaje de contribución
a ello.
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