25 DE SEPTIEMBRE DE 2011

CALLE GOROABE
50 AÑOS

Texto y fotos: Fernando Hualde


El 27 de septiembre de 1961, con la plantación de un cedro, iniciaba oficialmente su andadura la pamplonesa calle Goroabe.

Pamplona ha sido desde hace siglos una ciudad amurallada. Hasta los primeros años del siglo XX los vecinos de esta ciudad vivían rodeados de una muralla que circundaba lo que hoy conocemos como el casco viejo, o casco antiguo. Y hace cien años, cuando el izabar Ángel Galé Hualde, comisionado por el Ayuntamiento de Pamplona, culminó con éxito en Madrid las negociaciones con el Ejército para que autorizasen el derribo del flanco sur de las murallas, fue cuando se procedió a eliminar esa parte de lienzo de muralla que iba desde la cuesta de Labrit hasta la Taconera, para posteriormente dar paso a la construcción del Ensanche. La ciudad creció rápidamente hacia el sur, y unas décadas después los edificios casi alcanzaban el baluarte militar del Fuerte del Príncipe, construido hacia el año 1725 en un extremo de la meseta sobre la que estaba construida Pamplona, y desde el que se dominaba todo el acceso desde el sur.
Era este un baluarte que desde el punto de vista defensivo tenía gran importancia; las guerras carlistas pusieron de manifiesto su valor estratégico y, de hecho, hacía 1875 el Cuerpo de Ingenieros lo reconvirtió en un fuerte fusilero, sin saber que nunca más iba a ser necesario usarlo.
Fue en los años cuarenta del siglo XX cuando el crecimiento del Ensanche propició que sobre las ruinas del fuerte, aprovechando la solidez de las mismas, se levantase el edificio del colegio menor “Ruiz de Alda”, perteneciente entonces a la OJE (Organización Juvenil Española), reconvertido hoy en Residencia Juvenil “Fuerte del Príncipe”, del Gobierno de Navarra, para estudiantes y deportistas. Las piedras de la parte inferior de aquél fuerte están hoy a la vista al pie de ese albergue, delimitando la zona de solarium de la piscina cubierta.


Desde 1305

Desde aquél baluarte defensivo la meseta daba paso a una fuerte pendiente sobre la que actualmente está construida el barrio de la Milagrosa, o Arrosadía, que desparrama sus casas hasta la antigua Venta del Mochuelo, en los confines de Cordovilla. Es, sin duda, un barrio que desde el punto de vista urbanístico es un desastre; que empleó como base el antiguo Camino Real (hoy Avenida de Zaragoza), y un camino transversal (hoy calle Guelbenzu), convirtiendo en calles lo que entonces era un entramado de caminos, destacando como más importantes los que iban a Mutilva (antaño Mutiloa) y a Tajonar.
Aquella parte más alta de la pendiente, la más próxima al baluarte del Fuerte del Príncipe, tenía su propio nombre, su propio topónimo, que era Goroabe, una contracción en lengua vasca de gora bera (de arriba abajo, o altibajo). Ese topónimo figura ya en las cuentas reales del año 1305. Otro documento de 1398 que recoge unas ventas de terrenos que hizo el rey Carlos II, nos aporta la información de que vendió también algunas fincas en Goroave, concretamente unas viñas. El doctor Arazuri recogió igualmente el dato de que el 9 de mayo de 1408 un tal Per Arnault de San Esteban, portero real, en cumplimiento de un mandato del rey, vende a Peyre de Villava un prado sito en el término de Pamplona llamado Goroabe, con sus acequias, que fue de Martín García de Barasoain, tesorero que fue del reino, por 300 florines, equivalentes a 525 libras carlines prietos. Ignacio Baleztena recogía en uno de sus muchos trabajos sobre Pamplona que “a la parte más alta del término de Goroabe, en unas cuentas de la Cofradía de San Blas del año 1554, se le denominaba Goraberagayna, en las que consta que allí poseía una pieza, llevada en arriendo por el heredero de Vicuña el posadero”. En 1724 aparece este término en los documentos con el nombre de Gorabera. Y es precisamente ese topónimo el que años después dio nombre a la calle que acompañaba el flanco sur del baluarte.


De campo a calle

Era la década de los años cincuenta cuando, dando continuidad al Colegio San Ignacio, de los Jesuitas, delimitado por el viejo camino de Larrabide, el Ayuntamiento de Pamplona se decidió a construir tres largas calles paralelas, repartiendo su construcción entre tres cooperativas de viviendas: Cooperativa Santa Cecilia, Cooperativa San Miguel, y Cooperativa Santa Marta, promovida esta última para dar vivienda a los trabajadores de hostelería. Hoy nos vamos a fijar en una de esas tres calles, la que está más abajo: la calle Goroabe, cuyas viviendas estuvieron repartidas entre estas tres cooperativas (la de Santa Cecilia fue absorbida hace unos años por la de San Miguel).
El Ayuntamiento de Pamplona, en el pleno celebrado el 22 de diciembre de 1961, tomó el acuerdo de dar el nombre de Goroabe a la nueva calle que unía la calle Tajonar con la de Sangüesa; y meses más tarde, el 22 de junio de 1962, en otro pleno municipal, se acordaba también darle este nombre a la prolongación de esta calle, que unía la calle Sangüesa con la de Julián Gayarre.
Sin embargo a los vecinos se les hizo entrega de las llaves, en unos locales de la parroquia de Cristo Rey, a finales del mes de septiembre de 1961, cuando todavía la calle no tenía oficialmente nombre. Las obras se habían retrasado un poco, y había sido necesario ese verano alojar provisionalmente en algunas viviendas de las calles Sangüesa y Santa Marta a quienes unos días después iban a ocupar las viviendas que tenían asignadas.
No hubo inauguración alguna, como tampoco las hay hoy; sin embargo sí que hubo un acto simbólico tras la entrega de las llaves. Esto sucedía el 27 de septiembre de 1961; ese día se plantó un pequeño cedro en la confluencia de las calles Goroabe y Sangüesa, junto a las escaleras que suben de una a otra, en un pequeño terreno triangular. Oficialmente ese día, en ese momento, nacía en Pamplona la calle Goroabe. Se cumple mañana medio siglo. Y el cedro allí sigue, con una altura y una salud envidiable.


Recuerdos

Si este árbol hablase podría contarnos que todavía se tardó un par de años en reconvertir toda esa calzada pedregosa en una calle circulable; si bien es cierto que la circulación prácticamente brillaba por su ausencia. Eran tiempos en los que los niños hacíamos la vida en la calle, y sino que se lo pregunten al actual alcalde de Pamplona. Allí solía estar el antiquísimo coche negro de Gaztelu, de los que se arrancaban con una manivela por la parte de adelante, y también algún Tiburón, algún Gordini, algún Seat 600, o los clásicos Citroen 2CV, y poco más. Se podía jugar tranquilamente a la pelota, y sobre todo a las chapas, aprovechando todo el bordillo de la acera que iba desde el portal número 17 hasta la churrería de la calle Guridi. Y quien buscase algo más de diversión tenía que irse al Parque de Santa Cecilia o al campo del Oberena, entiéndase a sus inmediaciones, a jugar al fútbol o a coger tritones en la balsa que allí había (actual rotonda del Oberena).
Los niños íbamos a las escuelas de José Vilá mayoritariamente, aunque no faltaba quien iba al Colegio de Santa Marta, en la Plaza de San Rafael, o al Colegio del Pilar, en los bajos del número 23 de la calle Goroabe, con su plazoleta de recreo.
Por aquél entonces la calle tenía un aspecto curioso; las puertas de los portales eran de madera, y cada uno estaba pintado de un color; y el color del portal era a su vez el color de toda la carpintería exterior del edificio.
Después de construirse las casas, todas ellas con cocina económica, se puso la calefacción, lo que obligó a crear en las aceras un pequeño saliente para facilitar la colocación de los tubos, cambiando así un poco la fisonomía de la calle. Lo mismo sucedió en todas las calles del entorno. Lo cierto es que a pesar de la calefacción central, gestionada desde la Cooperativa, fueron muchas las viviendas que tardaron años en eliminar la cocina económica, alimentada a base de carbón. El carbonero, tirando él del carro lleno de sacos de carbón, y con un saco a modo de capucha puntiaguda, era uno de los personajes habituales de la vida de la calle. Y también lo era el afilador, con su bicicleta y su filarmónica. La calle era como un pueblo: los niños nos bañábamos en el balcón, en aquellos baldes de cinc; los portales estaban siempre abiertos, e incluso las puertas de los pisos; se compartía la sal, el aceite, y a veces hasta la comida. Tal era el ambiente rural que rara vez faltaban las ovejas, o los caballos, en el Gallinero (actual calle de Monjardín).
Las tiendas no eran muchas, concentradas la mayoría entre los portales números 26 y 30. Primero estaba la mercería de la Micaela, excelente bordadora; después la panadería de Mina; seguidamente la carnicería de Paulino, y pegada a ella la pescadería; y finalmente la tienda de ultramarinos de Bibiano (actualmente es una tienda de telas). En la parte alta de la calle estaba la farmacia y droguería; y lo último era la bodeguilla de Valencia, con un vino extraordinario que comprábamos a granel, y con unas aceitunas que eran para chuparse los dedos. De todo esto nada queda. Emblemática fue en la calle Guridi la churrería de Paco, hoy regentada por Josetxo y Jeru, en donde se compraba el pan, las chucherías, los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, y en donde los domingos resultaba casi obligado bajar a comprar unos churros para desayunar. Hace unas décadas que no se hacen churros allí, pero todavía hoy hablamos de la churrería cuando nos referimos al local de Josetxo y Jeru.
En el principio de la calle, junto al número 2, estaba y está el bar Goroabe, y junto a él una pequeña panadería (posteriormente tienda de chucherías); y frente a ellos, con entrada por Blas de Laserna, el bar La Bombilla. En la esquina con la calle Guridi había un taller de confección, de efímera vida, y en la esquina de enfrente la Cooperativa Santa Cecilia puso un supermercado, al que se entraba inicialmente por un portal de la calle Guridi, y que estaba dotado de panadería, carnicería, pescadería y el propio supermercado. Hoy todo ellos son cuartos trasteros.
A lo largo de todos estos cincuenta años hemos visto desaparecer casi todos los comercios; hemos visto al antiguo Colegio del Pilar silenciar sus aulas, convertirse después en una galería de arte de Olivia Balda, para acabar –digno final- en estudio de arquitectos. Por otro lado hemos visto aparecer el Club de Jubilados Larrabide; y junto a estos hemos conocido durante unos años a una “iglesia” de fieles cantarines que nos amenizaba la mañana del domingo con sus cantos y con las enérgicas arengas del predicador de turno.
Hemos visto también crecer a toda una generación mientras otra desaparecía. Hemos conocido la vida en torno a la parroquia de San Enrique, creciendo juntos, desde sus primeros pasos alumbrados por el esfuerzo de don Felipe (que nos daba dos pesetas por hacer de monaguillos), de don Miguel, de don Francisco, de don Benjamín, de Gumer (Gumersindo) que ejercía de sacristán y de peluquero. Atrás quedan también los años de Elkar Artuak, o los del Belén viviente en la campa de Bardenas Reales. Hemos asistido, y asistimos, a la reocupación de viviendas por parte de la población inmigrante; hemos visto pasar a Olentzero, también a alguna manifestación política; vivimos de cerca, antes de la muerte de Franco, los conflictos laborales de la fábrica de tejidos y sedas que había donde hoy están los edificios inteligentes, y que llevaron a enfrentarse a la Policía Armada con los obreros de esta fábrica, que echaban bolas de rodamientos al suelo para que resbalasen los caballos de los policías; e incluso el 23 de mayo de 2010 vimos a la Comparsa de Gigantes y Cabezudos danzar en la esquina de la calle, algo que es de agradecer.
Esta es la memoria, a pinceladas, de una calle que mañana cumple medio siglo. La memoria de una calle que tiene, probablemente, la acera más larga de la ciudad, entiéndase sin interrupción de bocacalles. De una calle que sigue siendo gora bera, con un cedro ante el que pasamos a diario desconociendo su razón de ser. Felicidades.  

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