21 DE NOVIEMBRE DE 2010

OLITE
CLAVE EN LA HISTORIA

Texto: Fernando Hualde

 

La ciudad de Olite ha sido, y es, una pieza fundamental dentro de la historia del viejo Reino de Navarra. Su Palacio Real fue sede de la Corte de este reino, albergando la residencia de varios monarcas. Nos acercamos hoy a su historia.

Era el año 1964, un 6 de enero, cuando el castillo de Olite revivía, como tantas veces lo vivió en otros tiempos, una vieja ceremonia, la del Rey de la Faba. Muros iluminados con antorchas, pendones y escudos, trompetas y timbales, capas de armiño, bufones, galgos, nobles, clero, cetro, corona, espada… ponían aquella fría tarde del día de la Epifanía un ambiente que siglos atrás fue el habitual. Olite, gracias a la iniciativa de Baleztena y del Muthiko Alaiak, volvía ser la sede real, volvía a reencontrarse con su propia historia recreada con minuciosa fidelidad en sus escenarios, en sus indumentos y en sus argumentos.
Después de aquella fiesta del Rey de la Faba con la que el castillo de nuevo cobraba vida, vinieron otras “fabas”, y representaciones teatrales, y mercados, y torneos, y todo tipo de evocaciones de lo que un día fue y representó ese edificio y esa ciudad.
Y es que… Olite es mucho Olite. Decía Arturo Campión que “desconocer Olite es ignorar Navarra”; y aún se quedaba corto. No cabe la menor duda de que esta pequeña ciudad, cabeza de merindad, es uno de los escenarios sin los cuales no podría entenderse la historia del viejo Reino de Navarra. Su castillo, su Palacio Real, es mucho más que unas piedras bien puestas, que una construcción hermosa y estéticamente bella. Allí, entre esos muros, vivían el rey y la reina; desde allí se reinaba, que por aquél entonces era sinónimo también de gobernar; allí estaba la Corte; de allí salían los edictos; allí se aprobaban las cuentas del reino; allí se reunían cada seis de enero los niños más desfavorecidos con la esperanza de que les tocase el haba y reinar por un día; allí se celebraban festivas bodas reales, con torneos, juglares, trovadores y bufones, e incluso corridas de toros. Era Olite el epicentro de nuestra historia.


Plaza fortificada

Para conocer los orígenes de Olite habría que remontarse, al menos, hasta la época de los romanos. Los restos arqueológicos que todavía sobreviven nos dicen que los romanos levantaron en aquella población un recinto fortificado, o una plaza fortificada. Era lo que se llamaba un oppidum. Y hoy es el día, casi dos mil años después, en el que la torre del Chapitel, o la base del campanario de la vecina iglesia de Santa María, siguen apoyándose sobre una base romana; como romanos son los cimientos de lo que hoy es el Parador de Turismo.
Siglos después, el enfrentamiento entre visigodos y vascones trajo consigo en esta zona una derrota de los últimos, quienes, desarmados y obligados a ser fieles al nuevo rey visigodo, con sus propias manos reconstruyeron la ciudad goda de Oligicus, que se corresponde con el antiguo oppidum, y con la actual Olite. Allí se alzó la iglesia de San Felices, que canalizaba la fe de aquellas gentes.
Y es en el siglo XII cuando esta localidad conoce una transformación importante, muy similar a la que vivió Pamplona en los primeros años del siglo XX al salir del corsé de las murallas y expansionarse hacia el sur. Olite, en este caso, beneficiada por la concesión en 1147 por el fuero de los francos de Estella, amplió también su población hacia el sur de lo que fue su núcleo romano, ampliación ésta que se articuló en torno a la nueva parroquia de San Pedro, que venía a sustituir a la de San Felices. La nueva ciudad recibió a nuevos vecinos, principalmente francos y judíos. Nuevas gentes, y nuevas culturas.


Palacio Real

No mucho tiempo después, pero ya en el siglo XIII, aquél núcleo original de Olite, el oppidum romano, pasó a pertenecer al patrimonio real. Es ese cambio de propiedad, aparentemente intrascendente en ese momento, el que permite una serie de acontecimientos que son los que hoy hacen que percibamos y sintamos a Olite como una pieza clave de la historia de Navarra.
Aquél oppidum se convirtió en “palacio del rey”, y en consecuencia en residencia real. Vemos a los reyes de Navarra trasladar su residencia a Olite. Teobaldo II, Carlos II, Carlos III… fueron algunos de ellos.
De entre todos ellos, es Carlos III quien a su vez todavía ennoblece más la ciudad; fue él quien convirtió Olite en cabeza de merindad, año de 1407; y, sobre todo, fue él quien convirtió a este lugar en Corte del Reino. No cabía más categoría. Y todo esto se tradujo en la ampliación, a partir de 1400, de aquél “palacio del rey”, hasta convertirlo, prácticamente, en lo que hoy conocemos, el castillo de Olite. Se alzó primero la torre más alta, la central, dotada de un hermoso mirador, y que albergaba la cámara del rey. Seguidamente se hizo la denominada torre Ochavada que en 1413 ya estaba acabada, y a partir de 1414 se empieza a construir la tercera torre y la atalaya. Era esta la torre de los Cuatro Vientos, con un hermoso mirador orientado hacia el santuario mariano de Ujué.
Posteriormente el Príncipe de Viana tuvo a bien celebrar en ese palacio su boda con Ana de Cleves. Sobra decir que nada tenían que ver aquellas bodas con las de hoy. Se tratabas de día de celebraciones, de festejos, de torneos, de banquetes… Fastuosidad desbordante.
Y… como no hay guerra buena, la trayectoria esplendorosa de Olite se vio abortada por una lamentable y dolorosa guerra civil, con dos bandos en litigio: agramonteses y beaumonteses; que se complicaría con la invasión en 1512 de las tropas castellanas del Duque de Alba. A partir de ese momento la historia de Olite, y también la de Navarra, da un viraje importante; el castillo pasa de ser sede real a palacio de los virreyes. Es así como aquellos muros medievales acogen las visitas de otros monarcas como Felipe II, Felipe IV (que en 1630 le concede a Olite el título de ciudad), Felipe V, Fernando VII y Alfonso XII.
Me niego a decir que en su nueva etapa de palacio de virreyes el castillo fuese mimado, ni mínimamente cuidado. Al contrario, el castillo de Olite poco a poco fue perdiendo todo el glamour que había llegado a tener. Vemos cómo en los primeros años del siglo XVII se fundieron cientos de arrobos de sus cañerías y de sus techumbres, con el consiguiente deterioro. En el año 1718 asistimos, por parte del gobierno, a un intento de venta, que venía acompañado del ofrecimiento al comprador de un asiento en Cortes. No había acabado todavía ese siglo cuando un voraz incendio destruye una parte importante del edificio, afectando gravemente al artesonado y a toda la techumbre.
Por si esto no hubiese sido suficiente, el guerrillero Espoz y Mina, dentro del marco de la Guerra de la Independencia, en su afán de evitar que a las tropas francesas les fuese útil esta fortificación, hizo lo que no habían hecho siglos atrás los castellanos, derruir el castillo. El expolio de piedras, o su aprovechamiento en otras construcciones, hizo todo lo demás.
Finalmente, la Diputación Foral de Navarra, movida por todo lo que el castillo representaba en la historia del Reino, compró el solar y las ruinas en el año 1913, y doce años más tarde, en 1925, iniciaba una compleja labor de restauración.
Es por ello que aquél 6 de enero de 1964, la fiesta del Rey de la Faba, cuando todavía quedaba mucho por restaurar, simbólicamente le devolvía al castillo la dignidad perdida. Era el primer uso que se le daba después de tantos siglos mancillado y abandonado. Los acordes del Himno de las Cortes de Navarra, y los gritos unísonos de ¡Real, Real, Real!, adquirían un significado que iba mucho más lejos de la mera anécdota de una tarde-noche bonita.

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