LARRÁNGOZ
SEÑORÍO DE LA VEGETACIÓN
Texto: Fernando Hualde
Desde Murillo de Lónguida, camuflado en el monte y por el monte, se llegan a ver las casas, la torre y la iglesia del despoblado de Larrangoz. La vegetación crece descontrolada y se ha apoderado de este lugar.
Muy cerca de Murillo de Lónguida el monte, y quien dice el monte dice en este caso la vegetación que en él crece, esconde un antiguo núcleo de población que lleva ya unas cuantas décadas deshabitado. Hablamos hoy de Larrangoz, en el valle de Lónguida; hablamos, en definitiva, de cuatro casas y una iglesia, ocupando un término que hace muga con el valle de Izagaondoa. Antaño hubo allí un señor, dueño del magnífico palacio que todavía se tiene en pie; antaño hubo allí alegre repiqueo de campanas, y hubo ganado en las cuadras y en las calles, y parva que aventar, hubo fieles en la iglesia, y vida en sus casas. Hoy reina el silencio, reina la ruina, y no hay más señor que la vegetación, que se ha adueñado del palacio, de su torre, del entorno de la iglesia, que prácticamente impide el acceso a las casas, que oculta el suelo empedrado donde agarraban los carros y las caballerías, que ha hecho de las huertas y de las eras un paraíso de maleza incontrolada. No, no busco dar una imagen triste, pero con pena hay que reconocer que no hay otra definición posible para un pueblo en el que ya nadie nace ni muere; para un pueblo en el que la naturaleza está volviendo a recuperar el sitio que le quitaron las casas.
Para llegar a Larrangoz hay que cruzar el río Irati, y para ello, sobre todo en estos días que baja bien crecido, no hay otro sistema que utilizar el viejo puente colgante amarrado con recias sirgas. Doy fe, en contra de lo que pueda parecer, de que no se cae, a pesar de todo lo que se mueve. Una vez salvado el río no hay más que seguir el camino hacia la derecha, que en breves minutos nos remonta hasta este antiguo señorío de probable origen medieval, en el que la figura de Charles de Ayanz, allá en el siglo XVI, es una de las pocas referencias que nos queda.
Caballero medieval
Se ve que el camino, por su anchura y su empedrado, todavía perceptible, fue diseñado en su día para el tránsito de carros. Un hermoso roble recibe en el lado izquierdo nuestra llegada; y un muro redondeado, de sillarejo, lo hace en el lado derecho, anunciando que la aparición de construcciones de piedra es inminente.
Lo primero que se ve, de frente, es una casa en ruinas. Conserva su portalada de piedra encalada y ligeramente apuntada; y sobre ella una ventana, también rodeada de cal, que hace tiempo que perdió su columna central, o parteluz.
Pero, sin quitar nada a todo lo demás, la verdadera riqueza patrimonial de este antiguo núcleo de población la encontramos en su iglesia, un templo románico cuya portada, levemente posterior (románico de transición, aunque algunos ya la definen como gótica), muestra unas figuras pétreas a modo de capiteles que, pese a exhibirse incompletas e incomprensiblemente mutiladas, nos hablan de verdadero arte. En el lado derecho vemos a un águila sin cabeza que sujeta entre sus garras a una presa; y en el lado izquierdo vemos a un caballero medieval, a caballo, en donde caballero y jinete también se nos aparecen descabezados. El caballero luce la indumentaria propia de la época, escudo cruciforme incluido, y también traje de malla metálica.
El interior de la iglesia, dedicada a la advocación de San Bartolomé, se muestra abandonado, con una cruz sin crucificado apoyada en donde antes estuvo el altar, y con media docena de bancos dispersos y desordenados por su interior. El coro ha recibido parte de la techumbre de la torre, muestra el esqueleto de lo que en otro tiempo fueron las escaleras de acceso al campanario, y ha perdido la totalidad de los barrotes de su barandilla. Ese es el aspecto del interior, mientras que en el exterior la vegetación dificulta cualquier movimiento.
Frente a la iglesia se levanta altiva una impresionante torre. Forma parte esta fortificación de un viejo palacio señorial que, a pesar de su ruina, se resiste a perder el glamour que un día tuvo. Las armas, o escudo, de este palacio fueron precisamente una águila con las alas abiertas, sujetando una liebre entre sus patas; exactamente la misma figura que vemos representada en la portada de la iglesia. El caballero medieval quiero pensar que es el que un día, allá por el medievo, fue dueño y señor de este viejo palacio, igual que simultáneamente lo fue del de Alzorriz.
Puerta y trillo
Por último, en la parte más alta del pueblo, se levanta un esbelto caserón hasta cuya puerta llega una minúscula regata que inunda sin piedad la que en otro tiempo habría sido la era, al menos así me lo supongo. Luce sobre su portalada de medio punto un azulejo que nos recuerda que antaño fue la casa número 5. Sobre la clave del arco de entrada alguien puso, incrustada, una herradura para calzarla mejor, y nunca mejor dicho.
No aconsejo a nadie adentrarse en este viejo edificio, ni tampoco en ninguno de los otros aquí mencionados. Son edificios que se están hundiendo, y la seguridad brilla por su ausencia. En cualquier caso sépase que la planta baja de este último caserón, como la del palacio, está ocupada por cuadras, en donde los pesebres, las conejeras, la paja, y algún trillo desproporcionadamente grande conviven como testigos únicos de la vida que allí hubo.
Este edificio, y todo el pueblo en sí, es una de esas pruebas evidentes de que la naturaleza acaba volviendo a ocupar su espacio; la vegetación, no sólo le rodea por completo, sino que penetra por puertas y ventanas.
Para quienes nos gusta la etnografía, llama la atención en esta casa la presencia de una puerta, cuyo cuarto inferior fue reconvertido en trillo, de tal manera que esta pieza era capaz de cumplir con su doble función de puerta y de trillo; una vez que cumplía con su función de trillar la hierba volvía a ser encajada en sus goznes. Son detalles de supervivencia. Detalles que nos dejan entrever un estilo de vida, una huella de vida humana.
Hoy Larrangoz vive inmerso en el silencio, prácticamente oculto por la vegetación. El caballero medieval de la iglesia perdió su cabeza; el águila también perdió la suya; y las casas que aquí todavía se resisten a caer, perdieron décadas atrás la vida y el calor que aporta el ser humano.
Atardece en Larrangoz, y es hora de volver. El camino que baja hacia el Irati es precioso, de ensueño. Todo sería bonito, incluso el volver a cruzar un puente colgante como el que allí salva el Irati, si no fuese porque lo que queda a mis espaldas, paraíso de yedras, ortigas y zarzas, es la triste y penosa realidad de un pueblo, y si me apuran la de un valle, el de Lónguida, que peligrosamente empieza a llenarse de despoblados.
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