17 DE MAYO DE 2010

RONCAL
SUS CASAS Y LA TRANSMISIÓN DEL USKARA

Texto y fotos: Fernando Hualde

Rincón de la villa de Garde


La villa de Garde centrará este sábado la fiesta del Uskararen Eguna en la casa roncalesa, prestando especial atención a los nombres de estas. Es la casa uno de los símbolos de la transmisión oral del uskara.

Este próximo sábado, día 22, la villa de Garde se dispone a acoger una nueva edición del Uskararen Eguna, o día de la lengua vasca. Cada año se busca para esta fiesta un tema y un lema, y con gran acierto los vecinos de Garde han querido en esta ocasión centrarse en la casa roncalesa, tanto en lo que es el edificio en sí, como en la oiconimia, es decir, en los nombres de las casas; harriz-harri, es el lema elegido. Detrás de los preparativos de esta jornada lo que hay es un trabajo bien hecho en el que se ha partido de la primera foto aérea de Garde, realizada en 1933; sobre esa foto se han identificado todas las casas que aparecen, y de cada una de esas casas se ha elaborado una ficha. Es importante tener en cuenta que este trabajo centrado en la oiconimia y en la historia de las casas de Garde no tiene en este próximo sábado su punto final, sino su punto de arranque; es decir, va a ser un trabajo este que están haciendo los vecinos de Garde que va a tener su continuidad, y que además está entroncado con todo el trabajo que actualmente se está desarrollando en ekialde (valles del Pirineo navarro y cuencas prepirenaicas) en torno a los nombres de las casas.
No podemos, ni debemos olvidar, que el interior de la casa, de forma muy especial la cocina, es ese punto que nos simboliza la transmisión oral de la lengua. La chimena, o txaranbil (en uskara roncalés), con su fogón, fue siempre la primera escuela en donde los niños y las niñas roncalesas aprendían a hablar y a escuchar; donde oían la historia de sus antepasados; donde mamaban el orgullo de ser de donde eran; donde aprendían canciones, cuentos, oraciones, y leyendas; donde se familiarizaban con los nombres de los parajes y de los montes; donde… Y todo ello en vascuence, en uskara roncalés; esta lengua lo impregnaba todo, en ella se vivía y se moría. Por ello la casa es especialmente importante a la hora de mirar al pasado y al futuro de esta lengua. Y este año Garde nos invita a hacerlo así.


El edificio

            Dejamos a un lado el hecho, importantísimo, de que en el valle de Roncal, y en el Pirineo en general, la casa era algo más que el edificio en el que se vivía; la casa eran también las bordas, los pinares, los campos, las huertas, la sepultura del cementerio, los antepasados, y todo aquello vinculado al tronco familiar. Nos vamos a centrar, pues, en el edificio de piedra.
Eran casas construidas a conciencia, bien hechas, bien asentadas, con muros recios, con una estructura interna y externa a prueba de movimientos sísmicos y de los ataques del enemigo o del invasor de turno.
Llama todavía hoy la atención el tono oscuro, negruzco, de la piedra de sus fachadas; para algunos ese tono es un signo identificativos característico de la arquitectura roncalesa, mientras que para otros no deja de ser la huella siniestra de tantos y tantos incendios que a lo largo de la historia han sufrido esas casas y esos pueblos, intencionados unas veces, fortuitos otras.
Y en medio de ese color gris fuerte, casi negro, llamaba la atención esas portaladas de medio punto enmarcadas en cal blanca, igual que las ventanas. Este uso de la cal rodeando los vanos tenía una doble misión, la de desinfectar y desinsectar, y la de ayudar a situar visualmente estos huecos en aquellos tiempos en los que no había luz eléctrica.
La entrada de la casa solía tener el suelo empedrado a base de pequeños guijarros de río, con frecuencia haciendo dibujos geométricos, lau-burus, u otro tipo de elementos decorativos característicos de la artesanía popular y rural. Este tipo de suelos eran obligados en aquellas casas que tenían ganado (ovino, caprino, vacuno, y caballar, principalmente), pues la entrada era ese lugar de tránsito entre la calle y la cuadra, y requería un suelo en donde las pezuñas no resbalasen.
Así pues, en la planta baja estaba la cuadra, en donde los animales pasaban el invierno al resguardo de la nieve y del frío, y a la vez, no solo daban calor a esa estancia sino que lo transmitían a los dormitorios estratégicamente situados encima de esta. Nunca la despensa, ni el comedor (si lo hubiese), ni la cocina, estaban encima de la cuadra; tan solo los dormitorios, para beneficiarse del calor de los animales.
Sin salir de la planta baja, en las casas ganaderas encontrábamos el gaztategi, una pequeña estancia en la que se almacenaban y se curaban los quesos que se hacían en casa. Con frecuencia, cuando algún vecino o algún forastero acudía a esa casa a comprar algún queso, esta estancia se convertía en improvisada tienda, en donde nunca faltaba una mesa y una romana para pesar los quesos.
Otra estancia obligada en la planta baja era el patategi, también llamado “cuarto de las patatas”. Su estampa interior era muy característica: las patatas extendidas por todo el suelo, y los perniles (jamones) colgando de las arnaias; se utilizaban de las ovejas los excrementos de verano, o altxirria, para “acolchar” el suelo de aquellas estancias de la casa destinadas a conservar alimentos, creando una capa fina y uniforme que se agarra perfectamente al suelo.
 Alguna kutxa a modo de granero solía ser muchas veces el único elemento decorativo en estas estancias.
Y el habitáculo que nunca faltaba en la entrada de las casas era el goñibe, que era ese pequeño cuarto que quedaba debajo del hueco de la escalera, en donde se guardaban los paraguas, los espalderos, y también los txokles, esa especie de zuecos de madera que se ponían para entrar a la cuadra y no manchar el calzado de uso ordinario con estiércol, orines, u otro tipo de inmundicias tan frecuentes en las cuadras.
Fueron comunes en otro tiempo los hornos de pan, aunque no todas las casas lo tenían, incluso en algunos pueblos roncaleses lo que había eran hornos vecinales, uno por barrio. En Garde, por ejemplo, funcionó un horno vecinal hasta el año 1940, que es cuando se abrió la panadería; hasta aquél antiguo horno se acercaban diariamente las mujeres llevando los panes a cocer, portándolos sobre una tabla que con gran arte y buen equilibrio colocaban sobre su cabeza, facilitando esta labor el buruko, o rodete, que se ponían encima de la cabeza para evitar el daño de la tabla. Hubiese o no hubiese horno en una casa, lo que no dejaba de haber en esta era la masandería, que era esa pequeña habitación en donde se hacía la masa del pan en la artesa, donde se guardaba la levadura natural para fermentar la masa, y donde la harina todo lo manchaba. La masandería, o amasandería, por lo general solía estar en la planta baja, pero en algunos casos su ubicación estaba condicionada a la ubicación del horno, siempre inmediata a este.
En el primer piso de la casa estaba la cocina, con su fuego central; y digo central porque la campana de la chimenea venía a morir, o a nacer, según se mire, al centro de la estancia, con el caldero colgando del lar, con los tederos, con los morillos, con los pucheros, y los semicirculares etzeondokos para arrimar a estos al fuego. Para que el fuego se mantuviese vivo era importante que la chimenea tirase, y para ello era imprescindible tener abierta la puerta de la cocina, de tal manera que se generaba una buena corriente de aire gracias a la salida aérea de la chimenea. Es por ello que en las cocinas los escaños, o bancos, tenían un respaldo especialmente alto para proteger del frío a las espaldas de los que en ellos se sentasen. Y junto a la cocina nunca faltaba la recocina, y la despensa, en donde se guardaban en aceite todo tipo de alimentos, y en donde las fresqueras preservaban de la mosca a determinados productos.
En las habitaciones llamaban la atención aquellas camas altas de colchones de lana; su altura estaba justificada en el tipo de somier de dos alturas, que permitía intercalar el calientacamas lleno de brasas rusientes para calentar la cama, y la estancia.
Y arriba, bajo la cubierta, siempre el sabaiao, o la falsa que decía en Burgui, en donde se materializaba esa realidad pirenaica de vivir de guardar; nada se tiraba, todo era aprovechable; con los neumáticos viejos se hacían abarcas, con las latas se hacían comederos para las gallinas, de las varillas de los paraguas rotos salían flechas para pescar, las esquilas que ya no se usaban… a alguien le podrían venir bien después, y así sucesivamente.
Y sobre el desván estaba la cubierta, antaño con teja de tablilla de haya, después con teja plana del país, fabricada con arcilla cocida en la tejería del pueblo.



Oiconimia

Suele suceder que de algunos vecinos casi no se llega a saber el nombre, y la razón es que siempre se le llama por el nombre de la casa. Y es que cada casa tenía, y tiene, su nombre. En unos casos se correspondía con un apellido, en otros con un oficio, o con la ubicación, o…
Garde se va a reencontrar este sábado con los nombres de sus casas. Va a ser el momento de identificarlas y de dar ese paso encaminado a preservar los nombres de cada una de las casas; no es que corran peligro de desaparecer, pero… tampoco estaba previsto que desapareciesen las almadías, ni la indumentaria, ni el uskara, y sin embargo…
No va a estar de más esa lección pedagógica que el sábado nos darán en las calles de Garde Alberto Angós (en euskera) y Roberto Sanz (en castellano), descubriéndonos esos nombres de casas (oicónimos) que se han transmitido durante generaciones y generaciones; allí están casas como Maisterra, Surio, Ezker, Biratx, Marcelo, Esparz, Beltrán, Galetx…, muchas de ellas flanqueando el viejo Camino Real que unía el antiquísimo monasterio de San Martín (junto a la actual fábrica de Enaquesa) con la villa oscense de Ansó, a través del puerto de Matamachos.
No podemos olvidar que en los oicónimos y en los topónimos, en buena medida, quedó fosilizada la lengua roncalesa; allí quedó guardada, preservada de toda evolución, de la contaminación posterior de otras lenguas. Es por ello que este sábado miraremos las casas de Garde, y las del valle, símbolo pétreo de la transmisión de una lengua que vive en ellas, igual que vive en nuestros montes, en nuestros apellidos, y en nuestra sangre. Y no pensamos renunciar a ella.


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