28 DE FEBRERO DE 2010

EL PASTOR DE ANTONIO LOPERENA

Texto y foto: Fernando Hualde

 
Miembros de la asociación Amigos de las Cañadas en Isaba, ante el monumento al pastor



Nos dejaba hace unos días en Tudela el escultor y pintor Antonio Loperena, antiguo pastor, nacido en Arguedas, de ascendencia salacenca, y enamorado de los toros y de la Bardena. Nuestro recuerdo hoy para él.

Hace unos días nos sorprendían los medios informativos con la noticia del fallecimiento en Tudela de Antonio Loperena, dotado en vida, entre otras muchas habilidades artísticas del don de la pintura y de la escultura. Maestro también en otras muchas artes.
De un pastor trashumante, de aquellos que hacían invernadas en la Bardena, aprendí yo aquella frase de “que Dios nos libre del día de las alabanzas”, con la que se quería transmitir una especie de rechazo a la muerte, siempre inevitable, no tanto en sí por el miedo que pueda producir, sino porque la vida del pastor tiene siempre la agenda repleta y nunca viene bien irse al otro mundo; y a la vez la frase era una crítica socarrona a ese hecho real de que esperamos a que se muera alguien para entonces decir de él lo bueno y majo que era.
En este caso, por mi parte con la satisfacción por delante de haberle dicho en vida a Antonio Loperena todo lo bueno, majo y artista que yo consideraba que era, me considero autorizado y legitimado para seguir diciéndoselo, aun cuando ya no pueda él decirme aquello de “¡qué jodido este Fernando, aún me vas a hacer famoso tú con esas cosas que escribes de mi!”.


Monumento al pastor

Nos entendíamos bien. Recuerdo con cariño aquellas mañanas en Tudela, hasta donde habíamos bajado desde Isaba, su alcalde Ángel Luis De Miguel, y un servidor. La idea que poníamos delante suya era atractiva: si suyo era el monumento al pastor que recibía en El Paso bardenero a los rebaños salacencos y roncaleses, ¿porqué no habría de ser suyo otro monumento al pastor en Isaba, marcando el inicio de la cañada que bajaba desde el Roncal?. No encontrábamos otra forma mejor de señalizar la Cañada Real de los Roncaleses que marcando su principio y su final con sendos monumentos al pastor, y además hechos por un pastor, y por las mismas manos.
“El caso es que yo…, ya me había jubilado, pero… ¡es tan bonita la idea!, ¿cómo voy a decir que no?”. Y así empezó la cosa. No hay que olvidar que la cañada es esa vía por la que fluyen no solo los rebaños, sino también la sangre, la que hace que la Ribera sea también pirenaica. Y Loperena era nacido en Arguedas, afincado en Tudela, y con sangre salacenca; pastor en su juventud, había mamado la trashumancia como nadie; y para quienes nos sentimos parte de la cultura pastoril, tenía un significado especial que fuese precisamente Antonio Loperena, un hijo de la trashumancia, ese pastor que en pleno siglo XX hacía de nexo de unión entre aquellas generaciones de pastores que plasmaban su arte y su manualidad a través de las tallas con punzón y navaja en las cucharas de boj que llevaban en el morral, y el arte de la pintura y de la escultura en el que Antonio Loperena había sabido hacerse un hueco importante.
Pintaba condenadamente bien. Alguno dirá que yo no entiendo de pintura como para afirmar una cosa así; pero dicen que para saber si un pintor es bueno hay que hacerle pintar una mano o un toro, y aquí Loperena era un verdadero artista. Daba auténtico gusto verle esbozar un toro, plasmaba a la perfección sus movimientos, las posturas, la masa muscular…; ¡sabía pintar la bravura!, y en esas quisiera yo ver a algún pintor de esos que ahora se cotizan tanto.
Lo cierto es que Loperena nos hizo un boceto, primero en papel y después en bronce, de lo que podría ser el monumento al pastor a poner en Isaba; no le faltaba detalle, se notaba que había visto pastores bardeneros en abundancia, y sobre todo se notaba que Loperena había sido pastor; allí estaba bien asentado el espaldero, y el sombrero, y los calzones, y el perro fiel a los pies, y colgando en bandolera el morral o zurrón. Todavía recuerdo que algunos se reían de nosotros ante lo que consideraban una quijotada; que si para qué, que si valía mucho dinero, que si en dónde, que si el Ayuntamiento no tenía dinero, que sí… Nunca el mundo ha progresado con ese tipo de personas.
Así que Ángel Luis De Miguel y un servidor metimos aquella figura de bronce dentro de una bolsa, nos bajamos a Pamplona, y con ella bajo el brazo fuimos de despacho en despacho, de departamento en departamento, de consejero en consejero. Yo creo que de puro cansos nos dieron todo el dinero. Peseta a peseta (estaba el euro por llegar), pero salió adelante toda la financiación, y meses después Antonio Loperena tenía la satisfacción de ver colocada su obra en Isaba. Desde ese día los pastores roncaleses tienen su particular homenaje, los de hoy y todos los que en los últimos milenios han pastoreado por esos montes. La Cañada Real de los Roncaleses tiene desde ese día dos hitos importantes, dos esculturas, dos símbolos que unen la Montaña con la Ribera, la misma unión de la que era hijo Antonio Loperena, y también un servidor, todo hay que decirlo.
Entre pastor y pastor queda la cañada; en ella queda representada la vida del ser humano. Principio y fin, sol y lluvia, cierzos y quietud, siempre esfuerzo, zonas secas y buenos pastizales, un buen palo sobre el que apoyarse, y sabiendo siempre que hay una hora para el regreso. Eso es la vida, y no otra cosa.
Y a Loperena le había llegado ya la hora de consumir la etapa final, le ha llegado la hora de las alabanzas –que tampoco le faltaron en vida precisamente-, y tanto en Isaba como en El Paso (Carcastillo) dos pastores, obra de sus manos, nos recuerdan que en esta vida todos recorremos nuestra cañada.

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