PAMPLONA.
CARNAVALES DE ANTAÑO
Texto: Fernando Hualde
Entramos de lleno en el tiempo de Carnaval. Miramos hoy hacia atrás, concretamente hacia aquellas carnestolendas que vivió Pamplona en el año 1899, muy diferentes al carnaval rural al que hoy estamos acostumbrados.
Nadie ignora que don Carnal y doña Cuaresma nunca se han llevado bien. Es más, en el calendario litúrgico no coinciden; el uno le precede a la otra. Hoy comamos y bebamos, que mañana ayunaremos, dice la copla popular. Y así tiene que ser, aunque algunos se empeñen en prolongar sus carnestolendas hasta bien entrada la Cuaresma, lo cual no deja de ser un error a corregir.
En Navarra, tierra de profundas convicciones religiosas, el Carnaval nunca ha estado exento del reproche y de la crítica. No había Carnaval sin desagravio; no se concebía al uno sin lo otro. La mofa y la burla salpicaba muchas veces a lo sagrado, y en consecuencia estaba catalogada como un sacrilegio grave. Y Pamplona, sede arzobispal, vivía aquellos actos con la intensidad propia de una época en la que el catolicismo social impregnaba la vida pública en todas sus esferas. Nos vamos a acercar hoy, desde estas páginas, a la Pamplona de finales del siglo XIX, concretamente a la de 1899, a unos carnavales urbanos que poco tienen que ver con el carnaval rural tradicional.
Pamplona siglo XIX
Previamente es necesario introducirse mentalmente en aquél momento en el que el siglo XIX tocaba a su fin. Un momento en el que la capital navarra vivía las convulsiones políticas propias del roce diario entre carlistas y liberales, a la vez que asistía a tímidos intentos de reorganización de la agrupación socialista, que desde su fundación en 1892 no lograba despegar. El nacionalismo vasco vivía momentos dulces (aunque tenía que pasar todavía una década para consolidarse como organización política), y en los primeros días de enero de aquél año de 1899 se esperaba ya con impaciencia, por parte de los nacionalistas locales, el discurso que Sabino Arana iba a pronunciar en la Diputación vizcaína; “dado el temperamento del señor Arana –decía la prensa navarra- espérase que en su discurso dará notas muy agudas que ocasionarán comentarios”.
Por lo demás la vida de Pamplona en aquellos primeros días de 1899 seguía su curso normal. Apuntaremos, como cosa novedosa, que la fábrica del Gas el 4 de enero pasó a ser propiedad del Ayuntamiento, y todo ello por 100.000 pesetas. Finalizaba así un largo litigio entre el municipio pamplonés y la “Sociedad Madrileña de alumbrado y calefacción por gas”.
En la tarde del 6 de enero fueron plantados en el nuevo cementerio de Berichitos un total de 500 cipreses, los mismos que hoy ambientan este camposanto, testigos mudos de tantos momentos de dolor y amargura.
Los primeros días de marzo eran testigos del comienzo de las obras de construcción, en la calle Salsipuedes, del nuevo convento destinado a la orden de las Carmelitas Descalzas.
Esta era Pamplona; una ciudad de clérigos y de militares, de obreros y de muy pocos estudiantes… Una ciudad que en ese momento levantaba en sus proximidades, y para su protección, el impresionante Fuerte del Rey Alfonso XII (popularmente conocido hoy como el Fuerte de San Cristóbal). Una ciudad de hortelanos y de cordeleros, con marcado acento rural; de hecho, según el censo del 15 de febrero de ese año, existían dentro de la ciudad un total de 183 vacas de leche, 114 terneras, 30 cabras y 9 burras.
Pero ante todo Pamplona era una ciudad en la que la religión había calado hondamente. La religiosidad popular era algo real y palpable. Los vecinos de la ciudad repartían su militancia entre cofradías, archicofradías y congregaciones piadosas. Allí estaba, cada día, igual que hoy, la Congregación de Esclavos de Santa María, celebrando todas las tardes en las naves catedralicias, con sus faroles y sus estandartes, el bellísimo Rosario de los Esclavos, que a tanta gente atraía. Especial fuerza tenía también la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, también vigente hoy, con sede en la iglesia de Santo Domingo, que tenía más socios en Pamplona que los que hoy pudiera soñar cualquier partido político.
Carnaval y desagravios
Es así como en esta ciudad, y en este ambiente religioso, el 11 de febrero de 1899 se publicaba y se pregonaba en las calles de Pamplona el acostumbrado bando para los días de Carnaval.
Ya para entonces, durante la segunda quincena de enero, el Centro de Obreros había ensayado sus tradicionales veladas lírico-dramáticas que se habrían de celebrar durante los días de Carnaval en los locales del “Centro Escolar Dominical de Obreros” con el sano fin de retirar a los jóvenes de las diabólicas fiestas del Carnaval.
Antes de la lectura del pregón se anunció también la convocatoria para las Cuarenta Horas, o funciones de desagravio, a celebrarse durante el domingo, lunes y martes de Carnaval en la iglesia parroquial de San Saturnino; a la vez que se anunciaban solemnes cultos en la iglesia de las reverendas Madres Carmelitas Descalzas que tendrían lugar durante los días de Carnaval y de Cuaresma. No faltaron tampoco para esos días celebraciones de triduos y otros cultos reparadores en señal de desagravio a las ofensas que la religión recibiría esos días. El triduo de desagravios que más gente congregó durante el Carnaval fue el convocado por la Archicofradía de la Guardia de Honor del Sagrado Corazón, que se celebraba en la capilla del monasterio de la Visitación de Santa María, de las Madres Salesas.
El primer día del triduo era el Domingo de Quincuagésima (domingo de Carnaval), y este año, además del mencionado de las Madres Salesas, destacaron también los triduos y los solemnes actos celebrados en San Saturnino, en las Carmelitas, y en San Agustín. Era este domingo el primer día de Carnaval en la ciudad.
Los bares y los cafés eran el escenario principal de estas celebraciones festivas, aunque normalmente aquellos que permanecían abiertos después de la puesta de sol eran considerados como claramente escandalosos. Y es que la puesta del sol era el momento límite para exhibir caretas y disfraces, quedando prohibidos a partir de ese momento.
La careta tenía mucha más importancia que el disfraz, de hecho, el uso irreverente de este último era el que había generado un rechazo social importante hacia estos festejos. Durante siglos no se conoció otro disfraz que el de pobre o de rico (los pobres se disfrazaban de ricos y viceversa), sin embargo en estos últimos años del siglo XIX aparecieron esporádicamente algunos falsos clérigos y militares que perturbaron y sentenciaron la aceptación social de estos divertidos festejos, hasta el extremo de que las propias ordenanzas municipales prohibieron expresamente el uso de este tipo de disfraces, tal y como puede verse en las Ordenanzas Municipales de la Policía Urbana de Pamplona, que en su artículo 32 decía: Se prohíbe también en todas partes el uso de vestiduras de Ministros de la Religión y personas constituidas en clausura, de los trajes de los funcionarios públicos y de los militares, de insignias y condecoraciones y de armas, aunque lo requiera el traje que se llevare. Igualmente se prohíbe presentarse en público con trajes indecentes y usar de palabras y acciones que ofendan al decoro y a la moral (…)”.
La prensa local gozaba en estos días destacando, como una consecuencia del Carnaval, los abusos y delitos que en esos días se sucedían en la capital; solamente el día 14, Martes de Carnaval, podían leerse, entre otras noticias: “Denunciado un sujeto por escandalizar en la vía pública y encontrarse embriagado… Denunciados cinco sujetos por insultar a un municipal… Denunciado un sujeto por blasfemar y cantar canciones indecentes…”.
Hotel La Perla
En medio de tanta prohibición y de tanta irrespetuosidad brillaba con luz propia el céntrico Hotel La Perla quien, desde unos años antes, había apostado decididamente por una sana recuperación popular de las fiestas del Carnaval. Si en 1885 este hotel fue capaz de abrir sus puertas a los enfermos del cólera cuando las demás fondas las cerraban, con el Carnaval hicieron algo similar; y en 1899 el Hotel La Perla no entendió de puestas de sol ni de tantas otras limitaciones. Siempre que uno se disfrazase con buen gusto, sin caer en innecesarias irreverencias, sabía que en el Hotel La Perla iba a gozar de un buen ambiente festivo hasta bien entrada la madrugada. Destacaban, por su popularidad, las tradicionales cenas de Carnaval, pensadas y concebidas para las clases humildes. La labor de este establecimiento hotelero contribuyó, sin ninguna duda, a dignificar, sanear y popularizar las fiestas de Carnaval; buena prueba de ello es que, pese a saltarse todas las prohibiciones, la autoridad hacía la vista gorda a esta ilegalidad, tal vez por entender que este hotel, responsablemente, canalizaba unos ímpetus festivos que, de otra manera tenderían a desbordarse por las calles de la ciudad con las consiguientes alteraciones.
Otro lugar emblemático al que acudían numerosos pamploneses a exhibir sus disfraces era el Café Iruña, también en la Plaza del Castillo, cuya decoración y su esbelto salón le convertía en el escenario ideal para que las sirvientas fuesen a pavonearse, disfrazadas de adineradas damiselas, ante los ojos y la sorna de aguadores, carreteros, obreros, etc., camuflados todos ellos de distinguidos señoritos.
Estos eran los carnavales de Pamplona; unos festejos sencillos, relativamente populares, y que no gozaban del protagonismo de ningún personaje especial, como ocasionalmente sucedía en alguna localidad de la provincia. Curiosamente, pese a ser varias veces centenarios, nunca han gozado de fama los carnavales de Pamplona; y sin embargo, caprichosamente, la nochevieja pamplonesa, que es el verdadero carnaval que tiene Pamplona, va cogiendo una fama que hace unas décadas nadie hubiese sospechado.
“Después de San Antón, las carnestolendas son”, así que en los próximos días daremos paso a la Candelaria, a Santa Águeda, a los caldereros, y finalmente a los carnavales, que en muchas localidades navarras ya se han celebrado, o están en ello. A disfrutar toca.
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