PINCELADAS QUE YA NO SE PIERDEN
Texto y fotos: Fernando Hualde
IZCO.- Casa Ventura |
A la sombra y al cobijo de la sierra de Izco, en el valle de Ibargoiti,
y en la ruta jacobea, encontramos la localidad de Izco, un pueblo lleno de
futuro.
Hace un tiempo, en esta misma
sección, abordábamos el hecho curioso de que en Navarra existía una localidad
que no sólo había perdido sus casas, sino que había perdido su propia historia.
Era el caso de Eyzco, o Izco, en la comarca de La Vizcaya, término del antiguo
Val de Aibar. El hecho era que aquella localidad había desaparecido en el siglo
XIX, y la circunstancia de que a no mucha distancia, en el vecino valle de
Ibargoiti, existiese otra localidad con el mismo nombre, Izco, hizo que esta
última viese cómo su historia se entremezclaba con la del otro Izco. Aquél se
quedaba sin historia, y a este se le asignaba unos episodios que no eran suyos,
como por ejemplo haber llegado a pertenecer en un momento de su historia al
ayuntamiento de Ezprogui, para reaparecer posteriormente por arte de magia, de
nuevo, en el de Ibargoiti. Nunca sucedió esto.
Aquí quedó la historia de Izco, el
de Ezprogui, escrita por vez primera, minuciosamente separada de la del otro Izco;
bastó, entre otras cosas, un estudio a fondo de los apellidos y de cada uno de
los documentos que aludían a ambas localidades.
Y este es el momento, hoy, en el que
vamos a dirigir nuestra atención hacia el Izco tangible, el que podemos ver,
por el que se puede pasear, que recibe y aloja a los peregrinos que entran a
Navarra por el denominado Camino aragonés,
que a la sombra de la sierra que lleva su nombre recibe vida a través de una
treintena de vecinos. Es el Izco de las chimeneas humeantes, el de las ventanas
con flores, el de las huertas florecientes, en el que todavía, como una
garantía de futuro, todavía se oyen niños y niñas; y también el mismo que, al
menos, desde 1280, protagoniza la vida de todo este entorno, compartiendo
vecindad con Abínzano, con Vesolla, con Celigueta...
IZCO.- Vista parcial |
Casas
No cabe duda de que su edificio más
visible, por estar en la parte alta, es la iglesia de San Martín, una
advocación, dicho sea de paso, muy extendida en la zona. Un pequeño atrio, una
portada ligeramente apuntada, una torre que exhibe dos campanas, una base de
picota o de crucero en el exterior, y una imagen de Nuestra Señora del Sagrario
–titular de una ermita ya extinguida-, son los aditivos de esta iglesia de gran
sabor rural.
Y luego están las casas. La más inmediata
a la iglesia fue la de la Abadía, pero hace tiempo, mucho tiempo, que ya no
aloja allí clérigo alguno. Existen otras casas cuyo nombre nos habla de oficios
ya desaparecidos: Ventero, Carpintero, Herrero. Y también casas que reciben el
nombre de quien un día fue su dueño: Claudio, Ventura, Marco, aquella de
Juanazas, o la casa de la Juanita –antaño casa Sendova-. Lamentablemente esta
última es hoy una casa hundida que todavía conserva la base de sus muros
externos, a punto de reventar por la presión de las piedras y vigas caídas en
el interior. A estas hay que añadir la de Lachero, o la de Mustize, cuyos
nombres he recogido de oídas, y es muy posible que, como aquellos escribanos de
antes, yerre a la hora de escribirlos.
Probablemente la que exhibe un aire
más señorial es la de Ventura, una casa de piedra de sillería, con esbelta
portalada, que en una de sus fachadas acoge el rótulo azulejado de Izco.
Recuerdo que en el Museo Etnográfico
del Reino de Pamplona, en Arteta (Ollo), conserva una pieza antiquísima de esta
localidad; se trata del cofre del concejo, con sus cuatro cerraduras, que viene
a recordarnos tiempos pasados de diezmos, pergaminos, y reuniones concejiles en
el atrio de la iglesia convocadas a tañido de campana.
Y en lo alto... la iglesia de San Martín |
Patrimonio inmaterial
Al margen de las casas, y del
edificio de la iglesia, existe en Izco todo un patrimonio no tangible,
inmaterial, que sobrevive a duras penas en la memoria de los mayores. Es un
patrimonio que se nos va a pasos agigantados, que se diluye hasta perderse, y
que urge rescatarlo como sea.
Estoy hablando de la vida que tuvo
aquella escuela, repleta de niños y niñas del propio Izco, y de Abínzano y
Vesolla, que incluso en los últimos años acogió a los niños de Lecáun. También
le correspondían los de Celigueta… si los hubiese habido, pero en aquellos años
allá vivía tan sólo el administrador. Queda allí la memoria de aquella escuela,
junto al frontón, con sus lecciones aprendidas a ritmo santurrón, con los
juegos, con aquél maestro de Zaragoza que vivía con su madre, con aquellas
comidas por parte de los niños de Abínzano y Vesolla repartidos por las casas
de Izco que mostraban con ellos su tradición hospitalaria.
Todavía vive en la memoria de los
mayores aquellas fiestas de antaño, el 11 de noviembre, en honor a San Martín.
Duraban cuatro o cinco días, según cayese el día del patrón. Venían músicos de
Aibar, padre e hijo, invidente el primero; y no faltaban los buenos bailes en
el frontón. El último día de fiestas los mozos hacían la ronda por las casas, y
en un palo iban ensartando todo lo que les daban: chistorras, roscos (de
aquellos que se hacían en el horno de pan que había en casa, y que se adornaban
con chochos de colores), y algún piperropil (tipo txantxigorri, a base de azúcar y grasa de cerdo).
Y podríamos hablar de cuando no
había agua, y había que ir con los pozales a una fuente; había que sumergirlos
allí con una cuerda. Algunos la transportaban en cántaros que llevaban en la
yegua. Y allí queda el recuerdo de aquellas abuelas hilando en casa, manejando
con destreza la rueca, el huso, y el
torcedor; parece que aún está allí, en casa de Carpintero, la abuela Petra
manejando la lana con aquella endiablada habilidad. Incluso algunas se
dedicaban, en la puerta de casa, a manejar los bolillos haciendo filigranas de
encaje, normalmente puntillas para sus mantillas, las que empleaban en los
oficios religiosos, con las que cubrían su cabeza en aquellas misas dominicales
en las que nunca faltaba el ritual del pan bendito que, en un canastillo de
mimbre, se pasaba de banco en banco.
De mimbre era también aquél cestillo
cilíndrico que empleaban para cocer
la ropa a base de ceniza y agua hirviendo, ¡aquello era lejía, y no lo de
ahora!. Eran otros tiempos, de cerdo quemado con ramas de ollaga y mondongueras
revolviendo sin parar; de masanderías
y hornos de pan; de cuando se comía yemas de huevo con azúcar; de cuando se
iba, con toda la naturalidad del mundo, andando hasta Lumbier para hacer las
compras.
Y desde allá, desde Lumbier, venían
también con un burrico a vender los pucheros que habían hecho los alfareros; y
también venía aquél de Nardués, a vender arroz, azúcar, y mil cosas más. Lejos
queda la guerra, y aquél sonido estremecedor de cuando bombardearon Lumbier.
Uno tras otro podríamos ir
desgranando recuerdos de la gente mayor. Lo que aquí ponemos hoy son tan sólo
pinceladas; pinceladas que ya no se pierden. No se puede dejar perder todo
esto; es memoria viva, pero que está en el umbral de desaparecer, ¡que está
desapareciendo!. Izco, y con él todo el valle de Ibargoiti, debe de hacer ese
esfuerzo. Allí está el Archivo del Patrimonio Oral e Inmaterial de Navarra,
preparado para acoger todos estos testimonios; tan sólo falta que el
ayuntamiento, o los concejos, lo soliciten.
Viven todavía quienes nos pueden contar
cómo trabajaba el herrero en su fragua; viven quienes recuerdan que sus abuelos
se comunicaban en un lenguaje ininteligible; viven quienes nos pueden plasmar
cómo repercutió la guerra en estos lugares, y cómo se trabajaba la tierra, y
cómo se empleaban hierbas para curar, y cómo honraban los niños a San Gregorio,
y… Que no sea tarde para recuperar todo esto.
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