MONJARDÍN
EL CASTILLO Y LA VILLA
Texto: Fernando Hualde
Un castillo, una leyenda, una cruz procesional, unas casas, unas gentes, el Camino… son algunos de los condimentos que configuran, en Tierra Estella, la historia de Monjardín.
Cuando uno lleva el tiempo que lleva escribiendo reportajes sobre localidades y aspectos culturales de Navarra, resulta inevitable que surjan y se acumulen asignaturas pendientes, bastante más de las que uno pueda imaginar. Y hoy toca atender a una de ellas.
No es la primera vez que escribo sobre Villamayor de Monjardín, como tampoco va a ser la primera vez que aluda al trabajo del joven historiador local Carmelo San Martín Gil. Pero es que, con cierta frecuencia, afortunadamente, uno tropieza con libros sobre temas locales cuya existencia lamentablemente apenas ha trascendido. Y la importancia, en este caso concreto, y me estoy refiriendo al libro “Monjardín. El castillo y la villa” (2005), no está tan solo en que a una localidad como Villamayor se le dote de un trabajo de investigación tan bueno, ordenado y metódico, lo cual es muy bueno se mire desde donde se mire; sino que creo que, además, hay que destacar, para que sirva de ejemplo, que todo este trabajo ha sido realizado por una persona joven, con todo lo que ello implica de haber dedicado una parte de su vida a la historia e intrahistoria de su pueblo, es decir, a sus propias raíces. Me gustaría que Navarra entera estuviese llena de casos como el de Carmelo San Martín, pero la realidad es la que es, y esa realidad es la que me anima hoy a poner a este investigador y escritor como referencia y modelo, por si alguien se anima a copiar su modelo de compromiso e implicación cultural.
Trabajo bien hecho
Ciertamente Villamayor es una localidad con una historia a tener en cuenta. No vamos a entrar a juzgar si es una historia como para escribirla con letras mayúsculas, pero lo que importa es que es su historia, y como tal, hay que rescatarla, reconstruirla, y difundirla para que los vecinos la conozcan, se identifiquen con ella, y puedan estar bien orgullosos de ser de donde son.
La historia de Villamayor está forjada a base de siglos y siglos, a base de generaciones y generaciones; y en ella se entremezclan momentos buenos y momentos malos, esfuerzos y sacrificios, trabajo y fiesta, alegrías y penas, leyendas y realidades. Y todo esto no debe de perderse, ni hay que dejar que se diluya ni se difumine por el paso del tiempo; es importante sacarlo a la luz, rescatar la información que ocultan los archivos, y reconstruir así, pieza a pieza, el puzzle de la historia de esta localidad jacobea.
Es por ello que este libro de Carmelo San Martín, publicado por la editorial Sahats, cumple a la perfección con este cometido; no basta con rescatar la historia, sino que además hay que difundirla. Nos acerca el autor a la historia del castillo, y a la de la Fuente de los Moros, y a la de la iglesia parroquial, y a la arquitectura civil, y a la historia del viejo despoblado de Adarreta, y a la de la afamada Cruz Procesional, y… Fiestas, tradiciones, costumbres, personajes, cofradías, y mil detalles más quedan recogidos con rigurosidad histórica y amena literatura en estas páginas, en donde además quedan también los listados de alcaldes, párrocos y priores, listados estos que quedan plasmados como una invitación a que alguien, en un futuro, sea capaz de aprovechar esta base de información para dar continuidad a la historia e intrahistoria de Villamayor de Monjardín.
El libro está bien hecho, es un buen trabajo. El autor ha sabido remitir a las fuentes de información empleadas; ha redactado unos textos lo suficientemente largos como para dar una información amplia y completa, lo suficientemente cortos como para no aburrir, y lo suficientemente pedagógicos para enseñar e ilustrar a cualquier lector a base de un vocabulario sencillo y accesible. Y aún diré más; uno de los peligros que tienen los historiadores locales es que su apasionamiento puede llevarles a llegar a deformar la historia en mayor o menor medida en beneficio de la buena imagen de su pueblo, a veces omitiendo datos, o a veces destacando otros en exceso. Y es aquí donde hay que decir que Carmelo San Martín hace en este libro todo un alarde de imparcialidad y de fidelidad a la historia; no tiene reparo, por ejemplo, en enfrentarse al tema de dónde estuvo realmente el panteón de los primeros reyes de la monarquía pamplonesa, y lo hace exponiendo las diferentes hipótesis, que con bastante fundamento llegan a apuntar hacia otros lugares diferentes a San Esteban de Monjardín. El único apasionamiento, por tanto, que muestra aquí el autor, es el que tiene por desenterrar y mostrar una historia que el paso de los años y de los siglos tiende a volatizar.
Curioso incidente en 1857
Dentro de la intrahistoria de esta villa nos encontramos con un hecho curioso, atípico desde el punto de vista actual, y fiel reflejo de la realidad social y religiosa de esa época. El suceso, o incidente, que lo recoge con profusión de detalles Carmelo San Martín, hay que situarlo en el año 1857, concretamente en septiembre, y enmarcado en sus fiestas patronales. El párroco y los vecinos se enfrentaron, hasta aquí relativamente normal, lo anormal es que la exhibición de celo religioso no la hizo el clérigo, sino que la hicieron los vecinos.
Comenzaron aquél año las fiestas el víspera de la Santa Cruz, es decir, el 13 de septiembre. “Aquél día era domingo, y el párroco don Vicente Esteban anunció durante la misa parroquial que se suspendían los dos sermones de las fiestas, el de la Santa Cruz, que debía celebrarse el inmediato lunes 14, y el de San Andrés, previsto para el martes 15”, narra Carmelo San Martín.
Tras la misa una respetable vecina fue a casa del párroco para pedirle que hubiese sermones, pero obtuvo del clérigo una rotunda negativa. Minutos después fue el propio alcalde quien marchó a hablar con el párroco, y el resultado fue el mismo. Resumiendo: los vecinos querían que hubiese sermones, y el párroco se negaba a ello.
En vista de esa negativa, la susodicha vecina, Cristina Maeztu, tomó la iniciativa de traer de Estella a un predicador, don Eugenio Lara, que esa misma tarde del día 13 llegaba a Villamayor y se alojaba en la casa de doña Cristina. El ama de llaves de la anfitriona, y por encargo de esta, se ocupó de comunicar al párroco la llegada del predicador, que se haría cargo en la iglesia del sermón de la Santa Cruz.
Iniciada el día 14 la solemne misa, y llegada la hora de la predicación, el clérigo estellés, siguiendo la costumbre, se puso de rodillas delante del párroco solicitando su permiso para iniciar la prédica, pero… la sorpresa vino cuando el párroco le dijo que no podía; insistió el predicador hasta tres veces, y en las tres obtuvo la negativa.
Sobra decir que el escándalo fue mayúsculo. El predicador, puesto en pie, se retiró rápidamente a la sacristía para desvestirse y salir posteriormente del templo; una parte importante de los vecinos se salieron igualmente de la misa. El párroco quiso reanudar la ceremonia entonando el Credo, pero el coro no le siguió. No cabía mayor escándalo.
Esa misma tarde fue el propio Ayuntamiento quien hizo venir de Estella a otro predicador para el sermón de San Andrés, el del día siguiente. El clérigo predicador, y también previsor, se vino a Villamayor con la correspondiente licencia para celebrar, confesar y predicar. Aún y todo, el párroco advirtió que de ninguna manera iba a permitir la celebración del sermón. ¿Qué hacer?.
Llegado el martes, los vecinos acudieron de nuevo a la iglesia a pesar del escándalo del día anterior. Celebró la misa el párroco, y para su sorpresa, llegado el momento del sermón ni apareció el predicador ni nadie dijo nada. Y al acabar la misa…, ante la sorpresa del párroco, los feligreses salieron en grupo con el Ayuntamiento al frente, y en grupo se dirigieron hasta la casa del depositario municipal, en donde se alojaba el predicador don Eustaquio Alonso. Allí mismo, bajo los acordes de una gaita, se inició un cortejo encabezado por el predicador y por la corporación municipal, y se dirigieron hasta una calle próxima en donde el Ayuntamiento había preparado un púlpito. Allí, desde ese púlpito, en los dominios del alcalde, que no del párroco, los vecinos pudieron escuchar el tradicional sermón de San Andrés, en el que el predicador hizo un repaso por la biografía modélica del santo mártir. Y el párroco no pudo decir nada. Y el Ayuntamiento, en su afán de servicio al pueblo, atendió también sus necesidades espirituales. Esto sucedía en 1857.
No hay comentarios:
Publicar un comentario